domingo, 8 de febrero de 2009

Grandes jefes


Los hombres rojos de las praderas y las montañas nunca tuvieron tierra, porque Manitú, el supremo hacedor, había dado a ellos, y a todos los seres vivos, el mundo entero para que lo andasen y tomasen de él sus frutos y se alimentasen; los hombres se vistiesen, elaborasen sus aperos y alzasen sus tiendas, por eso los recolectores de fruta, los pescadores de agua dulce, no vieron con malos ojos la llegada de los chaquetas azules. Los cazadores, lanzadores de flechas y jabalinas de punta de obsidiana, recibieron como hermanos a los sombreros de fieltro, les mostraron los mejores cotos de caza, los mejores sitios para la captura de la trucha, y los lugares donde brillaban de áureo y azogue los espíritus de la montaña.
Mas los jinetes recién llegados, los hombres de las carretas, los de los palos de fuego, los alzadores de factorías y patíbulos necesitaban sojuzgar al hombre y la tierra, para que la industria fuese industria y la economía, economía, reducir el jardín de Manitú a la condición de propiedad privada.

Revelada a ellos la verdadera realidad de las cosas, fue que se dieron cita por primera vez, los grandes jefes de los pueblos que vagaban desde el río Missouri hasta el Rosebud, para deliberar acerca de la llegada del tiempo de los tiempos, el tiempo del fin, el holocausto final del hombre de las montañas y las praderas, como habían anunciado las estrellas muchos años atrás. Serían inmolados en orgía de fuego, carga tras carga de armas insuperables, juicios amañados, patíbulos y verdugos implacables, sables militares y puñales aventureros, hipocresía política en el nombre de dios. No habría piedad ni alternativa alguna. Así lo vieron todo, los videntes, de antemano, consumado.

Ya lo habían hecho los forasteros con los habitantes de las costas del este y con los habitantes de las regiones heladas del norte. Después de la población sin distingos de edades, mataban hasta los animales domésticos, porque intentaban con fuego, arrancar del hombre rojo la raíz. Tal fue la razón por la que los grandes jefes decidieron combatir hasta las consecuencias últimas, para poder morir de cara al sol, única forma digna de ir al reencuentro con el gran Manitú.

En el cónclave, los grandes jefes deliberaban al pie del tótem de los Dakota. Caballo Loco, que solamente usaba una pluma de águila sobre la cabeza, se paró y con la vista fija en el horizonte dijo: -la tierra no se compra ni se vende, menos la que camina el pueblo propio!. -No es justo que se nos trate como a bestias -agregó Toro Sentado, que se arropaba con una piel de bisonte cuyos cuernos parecían emerger de su propia cabeza. -Es obvio que ellos avanzan sobre un camino que trazan con la sangre nuestra, lo repito por tercera vez y cuantas veces sea necesario! -dijo Nube Roja, y una brisa erizó su penacho de plumas de neblí. -Morir en el campo de batalla, nos depare el espíritu de la guerra! -agregó Marmita negra, el rostro pintado de negro, de cuyo labio inferior, colgaba una piedra de jade.
Echaron suertes los jefes, después que habían consultado, uno a uno, el tótem y les había sido revelado la personalidad del gran enemigo inmediato: George Armstrog Custer, el de largos cabellos dorados, el de la terrible mirada azul, el que escupía sobre la cosmogonía y la tradición, el que orinaba y defecaba al pie de los tótem vencidos, el masacrador de mujeres y niños hijos de Manitú.

Sembraron sus lanzas en los cactos sagrados preparados por el consejo de adivinos. El primero en extraer la hoja de obsidiana, fue Marmita Negra. -Oj! -exhaló, como en un pequeño desmayo; la punta estaba teñida de una sola mancha tan oscura como su propio rostro: -ese hombre cortará el hilo de mi vida muy pronto! -dijo, y se le vió apesadumbrado. El siguiente fue Nube Roja. La obsidiana de su lanza salió límpida del cacto sagrado, sin mancha: -Manitú me concede morir de viejo, pero sin honra -dijo, mirando al cielo. Después fue Toro Sentado, quien escudriñando detenidamente las manchas en la obsidiana de su lanza, murmuró: -Al final del camino, queda mi vida en manos de traidores. Ellos pretenden cargarme de cadenas, pero el gran espíritu me concede la dicha de morir en el último combate.

Solo a Caballo Loco se vió con el rostro iluminado al extraer la obsidiana de su lanza que salía del cacto sagrado teñida de rojo: -antes que yo parta a reunirme con mi padre, ha querido el gran Manitú, poner en la hoja de mi lanza el corazón de ese hombre! La venganza de ustedes, mi pueblo! -gritó lleno de júbilo, abriendo sus grandes brazos hacia los valles centrales, donde le esperaba su gente(*).

-Fumemos ahora, la pipa de la paz! -acordaron, y se volvieron a sentar sobre la alfombra de pieles de felinos formando un círculo cerrado al pie del tótem de los Dakota, quienes habían brindado desde antes, la alianza de sus armas, con todas las naciones de hombres rojos de más allá de las praderas y montañas, del universo conocido y por conocer, invitando la resistencia a los que venían llenando de cercas y alambradas la tierra, a los insaciables buscadores de oro, esclavizadores, exterminadores del hombre libre.



(*) El grán jefe de los dakota no supo en ese momento, o quiza no quiso leer la totalidad de trazos que la savia del cacto sagrado había dibujado en la obsidiana de su lanza, en los que se profetizaba su propio porvenir; o quizá lo leyó pero no fue de su voluntad anunciarlo. Lo cierto es que él llegó a entender que un guerrero sobrevivido a la derrota estratégica, sólo conserva la dignidad si es capaz de actuar en favor de la sobrevivencia de su pueblo. Así que en su futuro estaba trazado que se entregaría al enemigo, tratando de evitar con ello el exterminio del pueblo siux, y moriría a manos de aquellos, acuchillado por la espalda. Esa era la única forma como los soldados de las barras y las estrellas podían dominar a Caballo Loco.

1 comentario:

  1. Que paso men!

    Fumemos nosotros que sí no se la fuman otros.

    Bonito relato!

    R.V.

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