miércoles, 21 de enero de 2009

Algo ha comenzado a cambiar …


Everaldo Cunhal, brasileño atípico, más cercano a anglosajón transitando a albino. Huellas de pecas en la nariz, barbirrubio. Hablaba el portugués de manera atropellada, como lo haría un austríaco. El latifundio de su propiedad, no era el más grande del Estado de Bahía, tampoco era el más pequeño; eso sí uno de los más voraces en cuanto a industrializar y comercializar los recursos dentro de sus linderos, y cuando era necesario, los de fuera de los linderos. En fin, quién no entiende los límites, pragmáticamente movibles?

En cierto ejercicio de introspección, entendía que se limitaba a seguir un impulso heredado, y la voz de su propia conciencia. No le movía ninguna ideología política, ni religiosa, mucho menos filosófica. Le parecía bien pues de ese modo dirigía sus negocios y relaciones, de acuerdo a la confianza o desconfianza que despertaba en él la contraparte. Esto tambien le permitía estar en condición de cambiar de culto el día que le perdiera la confianza al pastor de la iglesia metodista a la que no pertenecía, pero acudía los domingos puntualmente, con su mujer e hijos.

El ecologismo se le revelaba tan farsante como el comunismo. La misma explotación de sus propiedades le había demostrado que el verdor de esas tierras es recalcitrante. Tendía a regenerarse con pasmosa rapidez, a tal grado que las inversiones en herbicidas que tenía que dembolsar eran cada vez más altas. Allí donde la tierra se dejaba a su propio arbitrio, en un par de años se volvía una maraña impenetrable. Cierto, con una fauna diferente, pero en fin, fauna.

Esa caravana de miserables errabundos que recorrían el país en busca de tierras en donde asentarse no le quitaba el sueño porque había podido comprobar que no eran tan peligrosos como los medios decían. Ellos sólo se posesionan de terrenos ociosos y abandonados. Estaba seguro de hacer sentir su autoridad hasta en el último rincón de sus propiedades; además contaba con suficiente personal armado con modernos pertrechos cuya movilidad podía ser en vehículos o a caballo, y tenía además suficientes contactos en la gobernación política, con los jefes de la policía y aún en el estado mayor del ejército. Su esposa era fiel y sosegada, sus hijos, muy buenos estudiantes y de mentalidad empresarial.

Qué mas podía pedirle a la vida? Nada! Sólo que le conservara la buena salud a él y los suyos para seguir empujando hacia adelante! Cierto, no había conquistado aún el cielo, pero ya le rozaba con los dedos. Cada día se le mostraba más palpable.
Sin que nadie tratara de convencerlo, sabía a ciencia cierta que aquella docena de familias habitantes del villorrio levantado con láminas, varas y pajas, no eran usurpadores bajo la égida de comunistas apátridas, sino antiguos colonos suyos, caídos en la desocupación, producto de la acelerada tecnificación de las labores agropecuarias. Así es el devenir de los vaivenes de la economía!
Había llegado el momento que ya no los necesitaba como fuerza de trabajo, aunque sí necesitaba las parcelas que estaban ocupando, para una mejor distribución y una mejor economía de la superficie productiva. Había meditado muy bien el asunto. Su conciencia le decía que él no tenia la culpa de el acelerado avance de la tecnología agropecuaria Tampoco de que la fuerza laboral caída en la sesantía careciera de alternativas. En estricto, era un problema de gobierno. De los políticos!

II
La vida laboral de Hámilton Dos Santos, había transcurrido por todos los oficios imaginables con el ingenio suficiente como para no haber dejado caer a la familia, mujer y nueve críos, en la hambruna. Agricultor, carpintero, albañil, obrero fabril, vendedor, electricista, soldador… hasta llegar a tractorista, empleado en la municipalidad de Bahía.

Hámilton no veía ante sí una masa descolorida e informe como la que miraba Everaldo Cunhal, o como la que miraban el delegado de la gobernación y el oficial de policía, quienes le había llevado a colocarse frente al tugurio tripulando una descomunal pala mecánica de las que se usan para roturar terrenos destinados a la construcción.
Hámilton miraba cabañas precarias y malolientes, remedo de muebles y una infinitud de trastos diversos, dificilmente identificables, pero en fin, un poblado de seres humanos.

La policía había sacado del tugurio a los pobladores y los mantenían reunidos a distancia, en donde se les leería por altavoz la expiración del ultimatum de la gobernación y la orden de desalojo. Había gentes de todas las edades, desde recién nacidos hasta ancianos que no podían caminar sin ayuda. Los perros, igual que algunas gallinas merodeaban en los alrededores incapaces de entender lo que estaba por suceder. Al interior de algunas de las cabañas dormitaban gatos, totalmente indiferentes a todo aquel alboroto; se escuchaba el grito de algunos papagallos en el interior del tugurio. Se impacientaban por la prolongada ausencia de sus amos. Hamilton dirigía la mirada a los angustiados pobladores concentrados por la policía, y lo que miraba era a su familia multiplicada.

El delegado del gobernador se acercó a la enorme pala mecánica; se dirigió a Hámilton quien permanecía sentado a los mandos del gigantesco monstruo de acero: -En cuanto termine de leer la orden de desalojo, te doy la señal y metes la máquina por todo eso, a manera que ”no quede piedra sobre piedra”! (se atrevió a una cita bíblica). Luego se dirigió hacia donde la policía retenía a los pobladores, muchos de los cuales lloraban.

El delegado del gobernador leía y argumentaba hacia los pobladores. Hámilton pensó en el recién elegido presidente del Brasil. Como él mismo, había sido habitante de tugurio, también había sido obrero. Un caso excepcional llegado a presidente. La médula de sus discursos era la dignificación de los pobres; terminar con el hambre en El Brasil; pero la parte del discurso presidencial que más le conmovía, era esa frase en la que explicaba, que tales propósitos no eran tarea exclusiva del presidente, que para que esos planes políticos se transformaran en realidad, cada brasileño pobre debería aportar un granito de arena… Hámilton ya se había dado cuenta de quiénes eran los que se oponían a los propósitos del presidente, y se sorprendía de descubrir entre ellos muchas gentes, de uniforme y sin uniforme de orígenes humildes. Estos habían encontrado una ruta que los llevaba no lejos de la pobreza, sino simplemente a palearla, en comparación de los que permanecían en el fondo del abismo.

El sol se había colocado en el cenit, las palabras del delegado del gobernador resonaban con una autoridad incontestable, y ante la inminencia de lo que había de venir, las manos de Hámilton Dos Santos comenzaron a sudar copiosamente. Observó los alrededores congregados, además de curiosos. Eran población civil. Aparte de los burócratas ahí presentes no había entre los curiosos, ninguno de clase media. El único de clase alta era Everaldo Cunhal, pero éste se situaba a una prudente distancia en el interior de un vehículo de vidrios polarizados. Se mantenía informado de los detalles, vía celular, por el representante del juez, que también estaba presente.

Las autoridades allí concentradas, entre policías, representantes municipales, de la gobernación y de la judicatura, eran minoría en relación a los pobladores retenidos y los curiosos que aumentaban en número. Hamilton ya había vivido lo suficiente en ese ambiente para saber que aquella desproporción, allí en Bahía no significaba mayor cosa en el resultado final de ese tipo de conflicto. Los pobres, siempre protagonizan grandes aglomeraciones alrededor de los acontecimientos novedosos, pero nunca se atreven en contra de la fuerza policial, por demás vengativa e implacable. Qué podría pasar si todos aquellos curiosos desarrapados cobraran conciencia de pertenecer a un solo cuerpo y reaccionaran como tal en defensa de uno o de un grupo de ellos? Alguien había bautizado al tugurio como ”Palestina”; quizá como una forma de incitación.
Qué pasaría si aquel que ya parecía un mar de curiosos, en conjunto con los desalojados se dispusieran a aportar hacia lo que el presidente de El Brasil reclamaba para cambiar de situación a favor de los pobres?

-Por la puta! Estás ciego y sordo!!? Que no ves ni oyes la orden de proceder!!?.
El reclamo del representante del gobernador, que había llegado otra vez a la par de la enorme máquina con grandes aspavientos, sacó de sus abstracciones a Hámilton Dos Santos, quien reaccionó sobresaltado; pero al momento de intentar echar a andar la máquina, en lugar de accionar el encendido, se limitó a acariciar la llave suavemente, con la mirada dirigida hacia ninguna parte.

-Por la puta! Vamos hombre! Que esperas? –volvió a gritarle el oficial, ya fuera de sí.

Hámilton volvió la cabeza hacia el que le daba órdenes imperiosamente, y le miró intensamente, parecía no oir los gritos cada vez más histéricos que le dirigía. Con una lentitud, nada acorde con la urgencia que se le exigía, bajó trabajosamente de la gigantesca máquina con la llave de encendido entre las manos, y se la tendió al sorprendido delegado. -No puedo hacerlo -le dijo con una mirada triste.
-Te has vuelto loco? –inquirió el oficial– Esto significa insubordinación, desobediencia a la ley! Serás despedido! Irás preso!
Ya exasperado repitió Hámilton a su vez: -Proceda como mejor le parezca, pero yo no puedo hacerlo!

El sol se ponía lentamente bañando de arreboles dorados el horizonte hacia la selva, y el tugurio ”Palestina” no pudo ese día ser demolido. Cuando se retiró a descansar el conjunto de autoridades allí reunidas, Everaldo Cunhal vagó en su expléndido vehículo ”todoterreno” aspirando el salobre aroma del litoral de Bahía; mientras pensaba y repensaba en todas las alternativas posibles, consideró incluso echar mano a su propio personal armado. Cuando se dirigió a su casa, no había decidido nada, pero el nuevo presidente del Brasil había ocupado gran espacio en sus pensamientos.
-No sería del todo malo que los miserables se alimentaran bien -meditaba para sí-, podrían llegar a rendir más y mejor; pero inevitablemente se volverían más insolentes y engreídos… Llegó a su casa, la mesa ya estaba puesta, esperándolo a él, y mientras comía contó a su mujer lo sucedido. Ella dirigió una mirada a sus propios hijos que comían alegremente sentados a la mesa magnificamente servida, mientras hablaban de sus planes escolares para el día siguiente. Ella también había meditado acerca de el contenido de los discursos presidenciales, y de la inaudita historia de un limpiabotas que había llegado a mandatario de la nación. Después de una abstracción de segundos respondió a su marido: -Algo ha comenzado a cambiar en este país…