sábado, 25 de abril de 2009

Acción de gracias

Sólo los ojos asoman entre las vendas que envuelven la cabeza de Jonh Mackingley. Parece una momia egipcia. Donde debían de haber fosas nasales y boca, asoman cánulas de plástico. Pero no ha caído en la autompasión. Se trata de un espíritu místico y tenaz.

Aunque no conste en ningún libro de historia (ya se sabe que la historia escrita no es la más fidedigna), había un Mackingley entre los peregrinos del Myflower, según constata la propia tradición oral al menos de los Mackingley de Little River, condado de Hempstead.
No en valde su huella es indeleble en los cincuenta estados de la unión, se puede encontrar, además, con suma facilidad en Canadá y Puerto Rico. Incluso en Chile, aunque con apellido catalán. Y no en valde es el Día de Acción de Gracias, la celebración anual más solemne, almenos en casa de John Mackingley, desde que él tiene uso de razón.

Mística y tradición pesaron cuando aceptó con todo el entusiasmo que le aconsejaban sus veinte años cumplidos, la conscripción a las fuerzas mecanizadas destinadas a Irak.
El mismo temperamento Mackingley con que su abuelo había desembarcado en Viet Nam; y su padre, con otro nombre, combatido con el arma aérea, las guerrillas en El Salvador.
Había otra razón de peso: ganar en los dos años de servicio suficiente dinero para financiarse la culminación de sus estudios universitarios. Para que el ejercicio de una profesión universitaria de el status clase media alta, el costo de los estudios previos debe estar a nivel digno de clase media alta.

Quiso el azar que su intelecto universitario chocara estrepitosamente con la moral de la soldadezca, precisamente en lo que fue su bautizo de fuego.
El carro por él conducido ocupaba el centro de la columna mecanizada. El traductor y guía, nativo, anunció en tono militar, para la dotación del carro, tal como había sido entrenado, el nombre del enorme zoco, que era el mismo nombre del populoso barrio bagdadita en que entraban en misión de patrullaje. La explosión que ocurrió enseguida, no tenía como destino la columna blindada, sino a la población que hormigueaba alrededor de los tenderetes. La clerecía de la secta del distrito colindante, castigaba de esa manera a la clerecía de la secta rival, por la pasividad conque se permitía al invasor transitar por las mismas calles donde discurrió el cortejo fúnebre del imam que enfrentó los primeros cruzados que acometieron los sagrados muros, mil años atrás.

”Recibimos la orden de abandonar el lugar a velocidad media. Al sargento mando de la infantería de mi carro, se deslizó por el gaznate la goma que mascaba. Ordenó fuego lateral a discreción. Nuestro carro vomitaba fuego por los costados laterales. Le grité que no había objetivo, que los blancos que se batían eran civiles en tránsito. El sargento me miró con odio y respondió que mi deberl era conducir el vehículo, no dar órdenes de combate. Ya no dije nada, Su respuesta fue contundente”.

Al desencanto de la moral de la tropa siguió en Jonh el desencanto de los mandos medios que en lugar de sancionar al sargento, se limitaron a cambiarlo de pelotón.

La mística de los puritanos, atributo de los Mackingley de Little River, se basa en la enormidad de su sensibilidad moral. El capítulo de ese otro pelotón que sometió a orgía sexual, a la chica nativa entre los cadáveres de su familia, previamente aniquilada, conmocionó de manera tal al conductor de infantería mecanizada, Jonh Mackingley, que cuando sucedió la explosión que le cercenó ambas piernas, no dejó de sentir cierto alivio, pues según esa mística, es preferible la mutilación del cuerpo, a la miseria del alma.

Y no era que Jonh ignorara en absoluto la miseria moral del sistema. Era sus detalles los que no conocía; probable resultado de que para la mística puritana, es mejor la endogamia; cerrar los ojos a la corrupción del mundo, encambio, dirigir toda fuerza de que es capaz el cuerpo y toda idea de que es capaz el ingenio, a la moral propia, a la gloria de Dios y a la salvación de la estirpe.

Jonh no llegó abrazar el pacifismo, pues lo que es de la tradición es que la paz no pertenece a este mundo, sino al otro, y que el pacifismo es un obstáculo en el camino señalado por Dios.
Sin embargo coincidió con los pacifistas en el objetivo de elevar la voz ante el gobernador, para que en el acto del Día de Acción de Gracias, se atendiese, no sólo a los veterarnos que apoyan al gobierno, sino también a aquellos que disienten, con la opinión que no basta la formalidad de un acto político, que es urgente y necesario, además, dar cuerpo material a las prestaciones de ley para los veteranos.

Las voces de los disidentes subían de tono. Amotinábanse alrededor de la tarima. La situación parecía desbordarse. Antes que fuese demasiado tarde, el reverendo, cogió el micrófono, presto a tomar la palabra y dar gracias a Dios.

A toda religión y todo hombre que ha vivido el sueño, dar gracias a Dios significa, además, la belicosa advertencia que se defenderá a toda costa, y toda arma, lo que se ha cosechado, lo que se posee, lo que se ha acumulado; lo conquistado; sean tierras, casas, empresas, electrodomésticos, automóviles; el empleo, la mujer, la cuenta bancaria, el poder…
O quizás fue coincidencia que en el preciso momento que el reverendo pronunció con gran acento las palabras. ”…Gracias te damos oh señor Dios…!”, lanzó su carga la policía montada, sobre los veteranos disidentes que obstruían la vía pública.

En fracción de segundos, Jonh Mackingley se vio tumbado entre los fierros de su silla de ruedas bajo un enorme caballo. La espartana mística de su tradición puritana le ayudó a no espantarse más de lo necesario, cuando vio a pocos centímetros de distancia la brillante herradura de acero, coronando el casco de una pata trasera que descendía inexorable sobre su rostro, contraminándolo al pavimento.

martes, 21 de abril de 2009

Atletas

En aquel tiempo que el oráculo aconsejó a los hombres festejar a Zeus de tal manera, los más diestros de los jóvenes de la Hélade y de sus islas del mar mediterráneo, cada cuatro años acudían a la arena de Olimpia a batirse con denuedo únicamente motivados porque se ciñera, enmedio de un baño de multitudes, alrededor de sus sienes una rama de laurel en forma de diadema.

En una rama de laurel cuyo valor, puesta en el mercado, no alcanzaba para trocar por una hogaza de pan, estaba contenida toda la gloria, que para aquellos hombres que hablaban la lengua de Homero, podía merecer el más fuerte, el más hábil, el más veloz, el más ilustre de los atletas (aquellos juegos olímpicos incluían la poesía; la justa debía de ser además, poética).

Y cuáles eran entonces los réditos que la gloria deparaba a aquellos heróicos contendientes del deporte y la poesía…?
A lo mejor no había mejor rédito que una jarra de vino colmada por manos de amigos y admiradores, en los ditirambos, o en los aquelarres durante la vendimia, aunque no hubiese dinero en la faltriquera. O quizá el único rédito de ser recibido con alegría en cualquier casa del vecindario; el de las miradas ansiosas de las jóvenes casaderas; o el de la sana envidia de los gañanes del barrio.

Parte de la gloria de los atletas laureados era el deseo de maestros por incluírlos como discipulos de sus academias; o el deseo de los generales de incorporarlos dentro de sus tropas más audaces.

Pero aquel dios, hijo de Rhea y Cronos que solazaba bebiendo vino rojo ante el denuedo de aquellos deportistas y poetas en la arena de Olimpia, por la conquista de tan sólo una simple diadema de hojas y flores sobre la cabeza, fue vencido un aciago día por el emperador romano Teodosio, mensajero de otro dios aún más poderoso, al que aquellas competencias le parecieron ociosas, paganas, y a las cuales puso fin.

Siglos más tarde cuando el dios vencedor de Zeus cedió ante la insistencia de los hombres por encender de nuevo la llama olímpica, retó entonces a los atletas no ya a competir por una simple rama de laurel, sino por el oro, porque el oro encierra en él la gloria, y además la riqueza material. En retributo, los atletas, desde ese entonces, fueron obligados a entregar parte de su propia gloria a los gobernantes de los países que había hecho posible la reedición de unos juegos huérfanos de Zeus. Diose así forma a una nueva, pero inauténtica Olimpia.

Bajo las nuevas condiciones, los gobernantes se dieron a comprar atletas de igual manera que se compra ganado en un tiangue.

En aquel tiempo era impensable a los hombres competir por la gloria de una tierra ajena a la propia que le vio nacer. En cualquier lugar que un dorio se llenara de laureles, esta gloria sería para Esparta y no de otro modo. De la misma manera que sería impensable que un ateniense compitiera para la gloria de Mileto, un tebano por la gloria de Corinto, o que un apolónico lo hiciera por la gloria de Efeso.

Bajo la égida del dios vencedor de Zeus, sin embargo, muchos atletas se volvieron mercenarios competidores por la gloria de el, para cada quien, mejor postor.

A partir de entonces cada zancada, cada brazada cada lanzamiento, cada salto, cada atlético performance en el marco de los juegos en honor a un falso Zeus, se tasó en millones de dólares. Los atletas se dieron a competir, no con otro fin, sino con el de volverse económicamente poderosos; las drogas esteroideas y anabolizantes se posesionaron como el verdadero poder detrás de el podio de los vencedores, y la poesía se expulsó de la arena olímpica, acaso, de una vez y para siempre!