lunes, 1 de junio de 2009

Arresto Domiciliar


Desde la terraza del palacio, hacia el noreste se domina el mar. Hacia el suroeste, un paisaje de torres extractoras de petróleo sobre el desierto. Al oriente, entre el mar y el desierto, un monte cuyo nombre da lugar a una disputa fronteriza e idiomática.

Desde lo alto, hay una extraña perspectiva. El techo del kiosko del jardín de los granados es la conjunción por sus vértices de cuatro triángulos equiláteros. Las jaulas de los guepardos se ven como un pequeño tren sin locomotora. El techo de la caballeriza es una innumerable sucesión de minúsculas geometrías; el patio de las palomas mensajeras una ciudadela de pagodas.
Hoy que el hijo del emir permanece día y noche en el palacio, triplica la servidumbre el esmero por la eficacia y la disciplina. Conocen su temperamento. Hacen un supremo esfuerzo por no provocarlo.

Hacia el borde sur de la terraza, en una mesa de cedro a cuyo costado hay un sofá colgante, también de cedro, está servido el desayuno. Una jarra de zumo de granadillas; pan ázimo; queso de cabra bañado con aceite de oliva aderezado de azafrán; huevos pasados por agua hirviente; un cuenco de plata rebosante de dátiles maduros; y una tetera que exhala el aromático vaho del té ceilandés.
La mesa está bajo un quitasol cuya tonalidad hace juego con el despejado azul del cielo, que hacia el noreste declina progresivamente hasta unirse con el azul del golfo.

Sentado sobre el sofá colgante, el príncipe se muestra inapetente. Hay melancolía en sus ojos y mira el mar con indiferencia. Por orden del emir le está prohibido salir de su residencia. El príncipe cumple, aunque no hayan guardias que custodien las salidas del palacio. Es que hay en el principado, algún guardia capaz de profanarle impidiéndole el paso?

La gravedad de la crisis parece no estar en los hechos mismos; sino en el idetenible desarrollo de la tecnología.
El invento de la cámara de video ha venido a desbaratar la infalibilidad de la palabra de los príncipes.
Ha negado con rotundidad los hechos que le imputan, pero existe una secuencia que él mismo pidió filmar, para divertirse después y divertir a sus amigos.

Sus órdenes aún son infalibles, aunque sólamente dentro del principado. Ordenó la absoluta destrucción del archivo de su filmoteca particular, y así se hizo. Un traidor sin embargo, ya había hecho circular parte del archivo por la red Internet.

Unos treinticinco años habrán transcurrido desde esa tarde que, aún impuber, por expreso deseo de su madre acudió al consejo del muftí. Le dominaba la tendencia a la mordacidad, al escarnio, al goce ante el sufrimiento y la desgracia, ajenos. Esto terminaba por alejar de él las amistades que más apreciaba; mas lo peor de todo era que cuando quedaba solo, le asustaba escuchar la voz de su propia conciencia que le recriminaba.

Las perspectivas trazadas por el muftí, extrapolaban largamente hacia el futuro objetivos a muchos años plazo; de modo que no sólo le consoló y absolvió. Además le animó a enfrentar con autoridad principal la voz de la conciencia. –Hay cosas que para los demás están vedadas y castigadas –le dijo–, pero no para vos, porque vos sois príncipe. Al pueblo alcanza los designios del creador en las palabras salidas de la boca de los príncipes, y obra el altísimo a través de sus actos.

Pasado el umbral de la pubertad, el hijo del emir, experimentó en sí mismo, el imperioso mandato de las hormonas. Ya no le bastó que el azar colocara ante él la desgracia de otros. Sintió el irrefrenable impulso de provocarla. Trascendió, mucho más allá de efrentar con autoridad la voz de su conciencia. La anuló, la maniató; dispuso encerrarla en un calabozo a cadena perpetua. Lo hizo. Luego de correr el cerrojo y cerrar el candado de la reja, lanzó la llave al profundo foso de los caimanes.

No obstante, nadie, ni siquiera sus guardaespaldas, podrían asegurar que llegara a realizar todos los actos que se proponía. Sea por inoportunidad, o por evitar caer en evidencia, no pocas de las principescas aventuras quedaban en la categoría de fantasía o sueño. Estas podían, incluso, ser más frecuentes que los hechos concretos, y le satisfacían de igual manera. Le llevaban a una especie de culmen orgásmico. Pasado lo acontecido, evidentemente, obviaba el plano en que había sucedido.
Fantasía?, sueño?, realidad? No tenía la menor importancia. Lo importante era el orgasmo.

Algunas mentes perversas, dan a entender que se trataba de planes morbosamente concebidos y cuidadosamente planificados, pero las evidencias significan lo contrario. La casualidad, no la causalidad, o talvez una suerte de tedio existencial, jugaba un papel indefinitivo.

Se despojaba de atuendo reales y salía a la calle de incógnito, acompañado de sus guardaespaldas. Tripulaban camionetas todo terreno con vidrios polarizados. Su blanco favorito eran inmigrantes.

En el video de la polémica protagoniza una escena en varios actos:

En el acto primero, aparece maniatando a un inmigrante, le introduce arena en la boca, mientras le grita acusándolo de ladrón estafador.

En el segundo acto, echa mano a un fusil de guerra y dispara sobre el hombre maniatado, con el cuidado que los disparos sólo rozen la piel de su objetivo. Aterrorizado, el inmigrante llora y suplica por su vida.

Acto tercero, deja el fusil, toma una picana eléctrica, aplica descargas a los genitales y al ano de la víctima; golpea el cuerpo yacente con una tabla profusa de clavos; le vierte un líquido inflamable sobre la ingle y prende fuego; luego de lo cual, pide a gritos, sal a sus asistentes, y aplica sal sobre las heridas del hombre que gime desesperado.

En el acto final, se coloca el príncipe al volante de un auto de doble tracción; lo hace retroceder procurando que las llantas traseras trituren el cuerpo que sangra sobre la arena. Después, se alejan de la escena, festejantes, los hechores, creyendo dejar atrás un cadáver. Pero el hombre no estaba muerto.

No tuvo otra alternativa el emir, que ordenar el arresto domiciliar.