miércoles, 17 de junio de 2009

Envidia letal

No hay envidia más homicida, que la envidia al intelecto.

No se ponía el sol en ese imperio. Pero había asfixia de penumbras, humaredas y hogueras.

Nació la niña prodigio. A los tres años dominó su lengua materna; a los cinco, la gramática.
A hurtadillas en la biblioteca del abuelo, leyó a Herodoto, Plutarco, Homero, Ovidio, Séneca, el antiguo, el Nuevo Testamento…

Acompañando a su hermana mayor, a las lecciones de ésta, aprendió latín a los ocho años. Asimiló el idioma nativo, poniendo atención a lo que conversaban entre ellos, los nativos.

Su madre aflijió: tales habilidades en una mujer, en ámbito pueblerino, son camino seguro hacia la hoguera.
Envió entonces a su hija a la mayor tolerancia de la capital del virreinato. Ahí obtuvo la protección de la virreina, en cuya corte comenzó a servir y a deslumbrar. Pronto, se vio ungida como, poetisa de la corte.

En una reflexión descubrió el axioma: `No hay cosa más libre que el conocimiento´. Lo suyo no era la lírica, sino, la ciencia; pero a las mujeres eran vedadas las universidades. Pensó vestirse de hombre para acceder; desechó la idea, por complicada.

Engendraba una montaña lírica, pero lo hacía por encargo. Utilizaba los versos encargados, para el trueque.

Tampoco era suya la religión, sino la filosofía.

Ciencia, filosofía, transvestismo, en una mujer significan brujería y hoguera.
Encontró un mínimo resquicio: profesar votos religiosos. Capaz de todo por acceder a un medio que le permitiera cultivar el intelecto, se dio a las Carmelitas Descalzas. Se equivocó. Estas despreciaban el conocimiento. Lo suyo era el martirio de la carne.

Quebrada físicamente por su experiencia descalza, renunció a esa orden.

En ésto, recibió convocatoria del virrey. El virrey la colocó al frente de cuarenta examinadores de nivel universitario: teólogos, matemáticos, historiadores, poetas, humanistas… En la sesión, de examinada pasó a examinadora.

Volvió al aislamiento. Esta vez al convento de las Jerónimas. Intercedió la virreina en persona para que se le instalase doble celda, provista de extensa biblioteca, escritorio, papel, tinta, plumas, instrumentos de música y matemáticas.

Desplegó el enorme potencial de su peculiar arte: formular con iluminada retórica, los encargos del alto clero, de los virreyes y la nobleza: autos sacramentales, versos sacros, profanos; villancicos, poemas de ocasión, consonancias, comedias, tratados de música.

La retórica y la gramática, fueron maleable arcilla en su iluminada mente: descubría nuevos verbos a partir de un adjetivo; nuevos adjetivos partiendo de un verbo. Acumulando adjetivos sobre un sólo sustantivo, formulaba una sucesión infinita de versos; y viceversa. Igual que agotando las posibles variaciones de un retruécano.

El místico resplandor que surgía desde el jerónimo claustro, llegó a opacar las débiles luces que en ese entonces, alumbraban el mismísimo obispado.
El mitrado no percibía, sin embargo, resplandor alguno, emanado desde esos muros, sino hidras salidas de la cabeza de la Gorgona. Su mística era otra. He aquí que una vez más percibió la voz de la hermandad custodia de los requerimientos de la fe. Pertenece al hombre la reflexión; a la mujer la obediencia.

No le extrañó a la monja que el señor obispo le llamase a su presencia. Alrededor de profundas discusiones teologales, había germinado entre ellos cierta familiaridad (la amistad en ese ámbito y jerarquía, es proscrita por el santo oficio).

Comenzó el monseñor por denunciar ante la monja, con toda vehemencia que le fue posible, la altanería de ese hermano que osó predecir que superaría en el sermón del Jueves Santo, toda anterior formulación clerical acerca del amor del mesías a los hombres. –El Sermón del Mandato –dijo el obispo a la sor–, fue retóricamente perfecto, mas la petulancia de su predicción demuestra que fue inspirado por el enemigo!

Pasó el prelado a demostrar a la religiosa que la elocuencia de ese hermano era nimia, comparada con la retórica de ella; luego de lo cual le encargó refutar (por supuesto, brillantemente), párrafo por párrafo el sermón del Jueves Santo

Aunque fácilmente superable, el Sermón del Mandato, le pareció a la monja innecesario hacerlo, pues expresaba en justa medida la coyuntura.
Ante tanta insistencia, ella se negó tres veces. La incisiva mirada del mitrado, y un brusco giro en el tono de su voz, le recapacitó, que lo suyo era escribir por encargo; y cuando el encargo viene de la mano que `te da de comer´, es ineludible!

Ignoraba ella (él no), que alrededor del Sermón del Mandato, eran un sólo haz, las altas autoridades de la política y la cleresía.

La Carta Atenagórica, escrita por la religiosa en refutación y por encargo, parecía haber sido dictada por un coro de ángeles. Quizá fue esa la razón por la que la alta sociedad se apretujó aún más en defensa del Sermón del Mandato.

A la autora, le fue retirada la protección de los virreyes, y la amistad de la intelectualidad del virreynato.

Recibió carta firmada por una desconocida sor Filotea, en la que le llamaba al orden, al arrepentimiento, a la reconversión. Reconoció en esa carta, la caligrafía y el estilo del obispo. Le invadió el terror. Pero tuvo la entereza de contestar con otra brillante misiva que opacó completamente la recibida: Carta Autobiográfica.

Le fueron confiscadas las comodidades que gozaba; se le redujo de nuevo a una estrecha celda. Pudo salvar su biblioteca, mas no la librera. Tuvo que guardar los volúmenes en cajas de madera que colocó debajo de la cama.

–Tengo, mis libros –dijo–, no he perdido nada!

Vino a ella su confesor. Le ordenó, vendiese esos libros y entregara el producto en calidad de limosna.

Se dedicó a las víctimas de la peste. Al aparecer los primeros signos de contagio en su propio cuerpo, se le vio el rostro iluminado de alegría.
Se despidió del mundo con un par de versos, que hacía mucho había escrito por encargo, en dos diferentes coyunturas: `A quien más me desdora, el alma ofrezco/ A quien me ofrece víctima, desdoro…´ –hizo una pausa y repitió–: `…Hombres necios que acusais a la mujer sin razón…´