lunes, 20 de julio de 2009

Shi Pei Pu

A la muerte de Michael Jackson, sucedía una ola de suicidios entre sus seguidores. Arcano reflejo de las almas desamparadas. Antiguamente las servidumbres se inmolaban en la pira funeraria de sus amos.

En el hospital Saint Simon, al conocer la noticia, Shi Pei Pu, de setentiún años, pidió suspender la medicación que le ataba a la vida y le enviaran a su casa en la Rue, a morir en paz. De Joven cantó para la Opera del Pueblo, en Beijín, igual en la Opera de París. Era conciente que ese deceso le provocaba un golpe de nostalgia que sería insuperable.

Shi Du Du no quería que Pei Pu muriera. Era inevitable parte de su progenie. Tenía mucho que agradecerle. Lo había rescatado de la miseria que hizo presa de Xinjian, posterior a la sequía que dio al traste con el Gran Salto Adelante.

Para insuflarle deseos de vivir, reveló Du Du a Pei Pu las últimas noticias. La muerte de Jackson pasaba al ámbito de lo judicial. El óbito se debería, presuntamente, al exceso de trabajo. La secta religiosa a la cual se había entregado, le obligó a trabajar más allá de lo que su salud permitía. Sus tutores que alegan gobernarse por la Sharia, controlaban la salud mental del artista, negocios y cuentas bancarias, a cambio de asegurar para el iniciado, llegado el momento, acceso al paraíso de las uríes.

Inicialmente creyó Jackson que su obligación era montar diez funciones, para su gira mundial. Posterior al embrollo de la firma del contrato, descubrió que eran cincuenta funciones a montar. En lugar de protestar, se sometió a extenuantes ensayos preparativos. Asumiría el reto, a pesar que su corazón herido, confiaba más su capacidad al Demerol, que a una alimentación nutritiva.
Gravitaba el fantasma de Antonio Salieri. Había un extraño paralelismo entre el destino de Jackson y el de Amadeus Mozart.

Además, no era imposible que la muerte de Jackson, en sí, fuese presunta. Que todo fuese la farsa de un último espectáculo del genio para retirarse a la paz de una secreta existencia, lejos de curiosos y paparazis.

Shi Pei Pu, escuchó calladamente las disquisiciones de Shi Du Du, y preguntó: -Ha venido Bernard?
–No, no ha venido.

Infinita cotidianidad de íntimos secretos le conjuntaban hacia Jackson.
–Es mi deber seguirle –replicó Pei Pu–. Habemos seres que únicamente medramos a la sombra de grandes almas que nutren la razón de nuestro ser. No depende de nos. Es mandato de la naturaleza…. Eras chico entonces. No recordarías que pasó igual a la muerte de Mao. Igual sucederá cuando se ausente Fidel Castro…. Le seguirán voluntariamente los que sucumban a la orfandad inmensa que dejará tras de sí…

Shi Pei Pu conoció a Bernard Boursicot en 1964, entre el personal de la embajada francesa, que recibía sus lecciones de Mandarín. En una pausa, a solas, Boursicot confesó a Pei Pu, que le apasionaba su perfecta dicción en tono contralto. Pei Pu le reveló que cantaba en la Opera del Pueblo únicamente en roles femeninos.
Y en un tono que reclamaba absoluta confidencialidad, agregó: –En realidad soy mujer. Adopté identidad masculina obligada por mi padre que anhelaba un hijo varón.
El romance fue inevitable.
–Debo revelarte otra cosa –dijo Pei Pu– Para mí el trauma es tal; para el amor soy como el vampiro, no resisto la luz. Todo ha de transcurrir en completa oscuridad.
Así fue y fueron felices hasta que el gobierno gaullista, requirió en París la presencia de Boursicot.
–Adiós –dijo él– no sé si volveré.
El desespero concedió a Pei Pu un subterfugio. –Estoy embarazada –dijo–, debes volver!
Ido Boursicot, llevaron las circunstancias a Pei Pu a Xinjian. Ahí, negando diez hijos al hambre, a cambio de monedas y prevendas, una incógnita viuda de la Revolución Cultural, puso en sus manos un recién nacido a quien Pei Pu nombró, Shi Du Du.
Otro cúmulo de circunstancias le llevaron hasta La Mongolia, en donde dejó al crío a cargo de una nodriza. Pei Pu volvió a sus clases de mandarín y a la ópera en Beijín.
Regresó Bernard, a reconocer su hijo. Se reunieron los tres en La Mongolia.
Para cualquier chico del mundo es de lo más emocionante un buen día descubrir, que su padre es fuera de lo común, y sobre todo con suficientes recursos, para satisfacerle los mínimos caprichos y sacarlo de la pobreza. En medio de los riesgosos avatares de la Revolución Cultural, sin embargo, para los tres fue un tiempo feliz. Los guardias rojos guardaban aceptable distancia de ellos.

Requerido de nuevo por su gobierno, antes de partir, el diplomático Bernard Boursicot, llevó a cabo las gestiones pertinentes para que Pei Pu y Du Du, pudiesen juntarse con él en París. Contrariamente a muchos otros casos parecidos, los guardias rojos permitieron a Pei Pu y Du Du, abandonar el país.

En parís, la dicha de los tres fue total. Boursicot se sentía amado; las puertas de la Opera de París se abrieron a Pei Pu; y las del Liceo Francés se abrieron a Du Du.
Ninguna felicidad es imperecedera. A toda dicha asecha la desdicha. Vinieron los agentes del contraespionaje francés a por Boursicot y Shi Pei Pu. Fueron acusados de poner en manos del gobierno de Beijín, vitales secretos diplomáticos de la república francesa, durante su relación en China; labor que continuaron, ya reunificados en suelo francés. Las pruebas eran abrumadoras.
Antes de dictar sentencia, ordenó el juez exámenes médico psicológicos. Pei Pu fue declarado biológicamente de sexo masculino, Bernard Boursicot, bisexual.

La sentencia requería largos años de cárcel por alta traición. Pero en 1986, el presidente francés era un hombre sensiblemente intrigado por las cosas del amor y del sexo. Los indultó en término de un año.

Vueltos a la libertad, aquellos cuya relación había girado alrededor de la secretividad, viendo develados todos los secretos que les unían, perdieron el encanto de vivir bajo el mismo techo.
Envejeció en silencio Shi Pei Pu, y al final, partió tras el alma bajo cuya sombra medraba.