martes, 11 de agosto de 2009

El mapa

Cayeron las sombras sobre Venecia. En su palacete, Benvenuti Constanza, propietario de la flotilla veneciana trajinante del Adríatico, ordenó le sirvieran la cena.
–¿Ha llegado el genovés? –preguntó al contramaestre del puerto, que llegaba a rendir la jornada del día. La pregunta hubiese sido: ¿Ha llegado el Marco Polo?, pero decididamente, le impresionaba a Benvenutti, más que su propia nave, el hombre que la capitaneaba.
A esa hora el capitán del Marco Polo, luego de desestibar en la aduana los fardos que condujo desde Alejandría, cenaba en una de las hosterías del puerto.

En la mesa del comedor, el azar le colocó frente al Capitán Alvarez de Córdoba, que hacía planes de dirigirse a Génova por tierra.
El vino estaba sabroso; el de Córdoba se puso locuaz. –Abandono estas malditas aguas infestadas de piratas (el Adriático), –le dijo al genovés.
–¿Qué pensáis hacer?
–Tengo en mi poder el mapamundi de Toscanelli. Buscaré la ruta a la India por el oeste!
No eran pocos los marineros interesados en semejante aventura. El genovés tenía un hermano cartógrafo en Lisboa. Habían pasado veladas enteras debatiendo pro, contras, posibilidades… Su hermano le había convencido que el mapa de Toscanelli era decisivo.
–Dónde tenéis el mapa, lo puedo ver?

Estaba hablador de Córdoba, pero no borracho; bajó los párpados para que su interlocutor no viese en sus ojos el brillo de la malicia. –Lo tengo aquí –dijo, llevándose un índice a la sien–, en la cabeza! Con la punta del cuchillo comenzó a hacer trazos sobre la mesa. Bosquejó la Península Ibérica y la costa occidental del Africa; las Azores, las Canarias; las Cabo Verde. –Cualquiera de éstos archipiélagos es buen punto de partida –dijo–, navegando de setecientas a ochocientas leguas, siempre hacia el oeste.

Apoderándose de Constantinopla, cerró el turco la ruta de las especies. A estas alturas de la historia, las potencias europeas eran ya incapaces de prescindir de las especies asiáticas. Quien quiera que descubra una ruta alternativa, se volverá tan rico que no tendrá necesidad de continuar en el arriesgado oficio de eludir piratas sobre los derroteros de la mar.
El genovés pareció ausentarse, no decía más nada. No por desdén; hacía sus propios cálculos. No tenía el mapa de Toscanelli, pero conoció la precocidad de un niño austríaco, llamado Nicolás. El niño prodigio, enunciaba su hipótesis, únicamente en forma verbal, durante tertulias informales, asombrando a los eruditos.

Toscanelli medía la hipotética redondez del mundo, basándose en el sistema ptolomeico; éste adoptaba el método geodésico de Posidonio.
El mozalbete austríaco se basaba en el sistema pitagórico, y adoptaba el sistema geodésico de Eratóstenes, perfeccionado por Hiparco.

Dado caso que el niño Nicolás estuviese en lo cierto, la distancia occidental hacia las Indias, sería en realidad cinco veces mayor de lo calculado, lo cual la haría innavegable para cualquier nave. Se necesitaría tres veces el peso muerto en bastimentos y agua; no existía alimento alguno capaz de conservarse a lo largo de semejante travesía.

–La inversión que se necesita está sólo al alcance de un rey –dijo al fin el genovés.
–¡Hombre –reaccionó el de Córdoba–, los mercaderes son más ricos que cualquier rey! La hermandad mercantil genovesa pondrá la Santo Tomé a mi disposición. Marcho a Génova a ponerme al frente del proyecto.

Nadie es profeta en su tierra. En Génova el capitán del Marco Polo, era un perfecto desconocido; ahí ni siquiera se le tenía como genovés, sino como judío!

El de Córdoba comprendió que había hablado demasiado, bebió un último sorbo de vino y se marchó. El pálido rostro de su interlocutor estaba rojo de envidia.

Dos años después de esta conversación, capitaneaba el genovés hacia Lisboa la nao Romana, así bautizada por su aguda proa de cedro libanés. Un velero de bandera negra le cerraba el paso en el estrecho Gibraltar. El capitán era temperamental. Confiado en la robusta proa de la Romana, en lugar de arriar velas, ordenó al piloto enfilar de frente hacia el velero corsario. El impacto fue brutal. Las dos naves quedaron hechas añicos. Moribundo el genovés, fue vomitado por las olas en la playa de Algeciras.

Recuperado, visitó a su hermano cartógrafo. Conversaron. Había un mapamundi de Toscanelli en los archivos de la corte del rey Juan, pero no estaba a disposición del público. ¿Sustraerlo? ¡Ni pensarlo!

Volvió a Venecia el genovés, decidido a abandonar tan peligroso oficio; recuperó los limitados ahorros de su vida. Regresó a Lisboa; casó con Felipa Moniz, y la llevó a vivir a la menor de las islas Cabo Verde (zona libre de piratas), reconvertido a humilde pescador.
Pescaba, salaba, recogían lo salado los mercantes que cubrían la ruta Lisboa, Cabo Verde. Por las tardes, cenaba, bebía vino, salía afuera a auscultar las constelaciones, a confrontar las afirmaciones de Toscanelli, con las del niño austríaco. Después entraba a casa y solazaba viendo crecer el vientre de Felipa Moniz.

El primer domingo de agosto del primer año de la sequía extrema que abatió la Península Ibérica en el siglo XV, ennegreció el cielo sobre Cabo Verde y llovió tempestuosamente una semana completa. Al escampar el segundo domingo, se volcaron el genovés y sus vecinos al rescate de cinco náufragos que habían amanecido tirados en la playa. Al final murieron todos, pero los lugareños cumplieron su deber. Los llevaron a sus casas a tratar de salvarlos.

El genovés se hizo cargo del más esquelético, cuya maraña de pelo y barba le hacía irreconocible. Llevaba un pergamino de cuero enrollado, firmemente asegurado a la cintura con una cuerda. Se aferró a la camisa del genovés, y le dijo antes de expirar: –Id a Córdoba por el amor de Dios, y proclamad que yo, Enrique Alvarez, capitán de la Santo Tomé, encontré la India dos veces más allá de lo calculado por el florentino!

El genovés partió con su familia en el primer mercante que pasó rumbo a Lisboa. Llegó donde su hermano, le mostró un pergamino de cuero que había sido grabado con estilete candente. Le dijo emocionado: –El mapa de Toscanelli!