lunes, 31 de agosto de 2009

Sentencia

Se hizo presente en los juzgados un nutrido contingente policial. Había que desalojar de la sala a los alborotadores. El caos desatado impedía al juez completar la lectura de la sentencia.
Están corrompidos los tiempos. Antes, bastaba el eco del nombre de Nebet Hanut, para que jueces y fiscales se pusieran de su parte.
La riqueza material es la mejor muestra de bon homía. Sólo el buen juicio de un hombre le permite acumular riquezas. La riqueza de un hombre es riqueza para el país. Es natural que la ley esté al lado del hombre juicioso.
El acusado no salía de su asombro, pero algo le decía que la sentencia dictada no se cumpliría.
Era uno de los hombres más necesarios para el país, para las cajas del fisco, para las gentes que dependían de sus negocios. Había ocupado un curul en el parlamento durante mucho tiempo. Conservaba buenas relaciones con el presidente del país. Si abandonó el ámbito del poder político no fue por desavenencias, sino porque sus negocios requerían su presencia directa.
A Nebet Henut, el procesado, cincuenta años de edad, se le concedía por penal su domicilio. Acudieron a él sus cinco esposas y sus veintitrés hijos a fin que mantuviera la moral en alto.
Siempre que la cantante Akesha Menehem, veinte año menor que él, acudía a su mente (sucedía intermitentemente, de día y de noche), se dio en Nebet Henut un reflejo impulsivo. Mordía el cigarrillo para luego escupirlo; destripaba un tarro de cerveza entre los dedos; lanzaba contra el suelo un vaso de té; volvía la vista y las manos crispadas hacia el cielo.
En ausencia de Akesha, lo cual no era infrecuente, en su Porsche descapotable, erraba entre las pirámides, se plantaba ante la esfinge y la interrogaba.
¿Porqué era él incapaz de llegar al fondo del alma de esa mujer, con la misma facilidad con que lo había hecho con las que eran sus esposas?
¿Qué poderosa fuerza determinaba que en lugar de ser ella esclava de la voluntad de él, sucedía lo contrario?
La carretera que baja del Valle de las Reinas antes de llegar a la gran pirámide, rodea la base de una colina sin nombre, tan cerradamente que obliga a la precaución.
Antes de los hechos, entrado el Porsche a la base de esa colina, le asaltó el recuerdo de Akesha; pisó a fondo el acelerador. Chirriaron las llantas, el velocímetro marcó más de cien, una fuerza centrífuga empujaba el auto afuera de la carretera; el conductor viraba con fuerza el volante, y pisaba con furia el acelerador. De pronto, un brusco frenazo, el grito de un hombre, un tropel de cabras, un reguero de sangre sobre la carretera; el Porsche fuera de la calzada y Henut al volante, completamente aturdido. En las cercanías no habían otras almas.
Dio marcha atrás con la idea de abandonar la escena; pero las llantas solamente deslizaban sin mover el auto. Estaba atrapado en un pedregal.
El rebaño pertenecía al hermano del muftí; el muerto uno de sus sobrinos. Demostraron sin embargo los abogados del magnate, con brillantez, que la causa de tales incidentes es el abuso de los cabreros que abordan las carreteras, peligrosamente para el tráfico vehicular.
Aconsejaban no obstante, piedad y tradición, ofreciera Henut, algún dinero a la viuda, según su propio criterio. Así lo hizo.
Formalmente Akesha Menehem pertenecía al rito moronita; pero en su fuero interno se decía atea. En el acervo de Líbano corre también una vena jacobina; para triunfar en el arte, hay que alzar el estandarte de la libertad, tan alto como se pueda.
Nebet Henut era piadoso. No siempre le permitían sus múltiples ocupaciones acudir puntualmente al llamado del almuédano; mas cuando le era oportuno se prosternaba cinco veces al día hacia la ciudad sagrada.
Akasha Menehem nunca mintió a Nebet Hanut, desde el primer día que la contrató, con todo y el cabaré beirutí, Vintage, donde cantaba ella viernes y sábados. Los contrató para festejar a sus amigos íntimos dos días seguidos. –La pasión de mi vida es mi carrera de cantante; mi única ilusión, los laureles del triunfo –explicó ella a las pretensiones de él.
–Hago mías la pasión y la ilusión, tuyas –replicó él.
–El matrimonio y la fidelidad son incompatibles con mis anhelos –dijo ella con bastante descaro.
En ese momento Nebet Henut recibió la primera estocada en pleno corazón; y su cerebro albergó el primer negro presentimiento. Nadie de los invitados se dio por enterado que mientras ellos brindaban alegremente, el poderoso magnate agonizaba. Regresó de Beirut, como contagiado de alguna peste; pero cada viernes volvía al Vintage, y volaba a El Cairo hasta el día lunes.
Antes volaba Akasha los domingos a Dubai, donde fijaba su residencia; ahora lo hacía ella también los días lunes. Llegaban juntos al aeropuerto.
La situación parecía estable, hasta ese fatídico viernes que la cantante no subió al escenario. Le explicaron al distinguido cliente que ella se encontraba en una jornada fotográfica, para una revista de adultos, en las pirámides de México, Teotihuacán.
Había un error en el método de Henut para desfacer agravios. Pagaba previamente la mitad de lo prometido, para pagar la segunda mitad una vez ejecutada la tarea encomendada. Y sin embargo, una vez logrado el objetivo, quizás involuntariamente, echaba al olvido el pago de la segunda mitad.
Hubieron dos factores decisivos que torcieron la infalible suerte de Nebet Henut. El primero de ellos fue que esta vez el sicario contratado no estaba en condiciones de olvidar el pago de la segunda mitad.
–Se sentencia al condenado a pagar con su vida en la horca –leyó el juez.
La ley concede al gran muftí la potestad de confirmar o anular las sentencias de los jueces. El otro factor decisivo fue que, finalizados los argumentos del acusado, pletóricos de apelaciones al misericordioso, dichos en su propia defensa; murmuraron los labios del gran muftí la sura ocho del Corán: –Hay entre los hombres quienes dicen, “Creo en Alá y el Ultimo Día”; pero no creen.