lunes, 5 de octubre de 2009

El agravante

El ulema que supervisaba la ejecución del veredicto, alzó la mano derecha. La plebe cesó de arrojar piedras sobre la condenada. La mujer estaba enterrada hasta la cintura, en pleno centro de la plaza de Kismayo. El doctor de la ley dio instrucciones para que fuese desenterrada. La desenterraron los milicianos, la tendieron sobre el suelo y levantaron la manta que le cubría la parte superior del cuerpo. El cráneo y la cara de Asha Ibrahim eran huezos sanguinolentos. Abrió el único ojo que le quedaba y sacó la punta de la lengua entre los maxilares descarnados para expulsar restos de dientes. El doctor de la ley ordenó que la enterrasen otra vez del mismo modo que antes, y volvió a tender con imperio su mano derecha hacia la mujer, para que el populacho diera fin a la tarea. Pasados unos minutos, a otra señal de la alta autoridad, volvieron a desenterrarla, y la volvieron a descubrir. En lugar de cabeza había una masa informe y roja revuelta entre una maraña de pelo crespo.

Se frotó el rostro suavemente el ulema, volvió las palmas de las manos hacia el cielo, de pie y con los ojos levemente cerrados musitó un versículo del libro sagrado; luego dio media vuelta majestuosamente alejándose del lugar. No dijo nada a nadie. Los milicianos sabían lo que debían hacer con ese amasijo de huezos rotos, masa encefálica, carne y sangre, que antes se llamó Asha Ibrahim.

Los milicianos gritaron a coro algunas consignas guerreras referidas a la expulsión de las tropas extranjeras, y a extender su religión hacia todas las naciones de la tierra, tal como estaba profetizado. Luego procedieron a levantar los restos de la ajusticiada.

Asha Ibrahim no era oriunda de Kismayo, viajaba desde su lugar de nacimiento: el refugio Hagardeer, Nigeria, hacia Mogadiscio a juntarse con su abuela. Y si el tribunal que la juzgó, hubiese tomado como cierta la edad declarada por ella, catorce años, no hubiese dictado semejante veredicto, que según la ley no debe ser aplicable a menores de edad. Aunque hay eruditos que sostienen que es aplicable a toda mujer desde que haya tenido su primera menstruación.

En el campo de refugiados Hagardeer nacieron tres de sus cinco hermanos y ella, la menor de todos.
Tal sino estaba trazado de veinte años atrás.
Sorprendió la mañana, al primer erudito de el poderoso clan Hawiye, Shadi Sharif Ahmud, sin que hubiese podido pegar los ojos en toda la noche. Era la cuarta y consecutiva vez que sucedía. Ya no sucedería más. En la cuarta noche le fue revelada la misión histórica del clan: la pureza de la fe; separar el grano malo de la miez sana.

Al día siguiente de la revelación, lanzaron su ofensiva las milicias de los Hawiye, sobre el clan Galgale, amigos de los herejes extranjeros; resultado de lo cual los padres de Asha Ibrahim, se vieron cruzando la frontera y asentados en Hagardeer.

En Hagardeer deliberó el consejo de ulemas de los galgale, y discernieron que la poca rigurosidad en materia de tradición, granjeaba a los galgale, poderosos enemigos como los Hawiye.

Toda niña refleja en su rostro el culmen del espanto, la decepción, el dolor, en el momento culminante del ritual ablatorio, para luego sumirse en el llanto inconsolable. A los siete años de edad, en Asha fue igual, pero no lloró; se mordió la lengua, echó espuma por la boca y perdió la conciencia. La matrona lo tomó a bien. –Cuando no lloran –dijo–, es señal que serán mujeres hacendosas, de fuerte carácter, excelentes madres, fieles esposas.
A partir de ese acontecimiento, una vez por semana, perdía la conciencia Asha enmedio de convulsiones y espumarajos en la boca. –Es epilepsia –le dijo Antoanett, médico internacionalista a Shadia, madre de Asha, quien fue incapaz de entender la argumentación que explicó la doctora. –Un horroroso trauma, es capaz de derivar en epilepsia –dijo Antoanett. Shadia estaba segura que en la yerbería del mercado de Mogadiscio habían las hierbas necesarias para curar a Asha. En Mogadiscio vivía aún la abuela de la criatura.

A medida que crecía Asha, disminuían los ataques de epilepsia, pero sin atención especializada, fuera del refugio, era improbable que desparecieran completamente, según el diagnóstico de, Antoanett.
En su cumpleaños catorce, Ibrahim, su padre, le dió la gran sorpresa. Puso en sus manos una faltriquera con veintemil chelines somalíes. Lo suficiente para viajar hasta Mogadiscio en bus. Tendría que viajar sola, instalarse donde la abuela, con auxilio de ella, acudir a la yerbería del mercado y adquirir lo necesario para iniciar su tratamiento.

Viajaba Asha al lado de la ventanilla, para no perderse nada del paisaje polvoso, para ella desconocido; y sin embargo, su patria. El corazón le latía con fuerza
Los pasajeros del expresso hacia la capital durmieron sobre las bancas de la terminal de buses de Kismayo. En teoría continuarían el viaje al siguiente día, pero los combates sobre la carretera a Mogadiscio, lo impidieron a lo largo de una semana. El dinero de Asha se agotaba!

Sintió necesidad de movimiento. Salió de la terminal a deambular y distraerse un poco. Al regresar Asha, el autobus no estaba! Había partido sin ella! Se sentó en una banca y echó a llorar.
Se acercaron tres milicianos. –Qué sucede? –preguntaron.
–Me he quedado sin dinero y necesito llegar a Mogadiscio –dijo.
–Ven con nosotros, podrás ganar algún dinero –dijeron.
Llegaron a una playa desierta.

La ablación convirtió el sexo de Asha en un mínimo orificio. A la violación que la sometieron los milicianos, volvió Asha a morderse la lengua y a echar espuma por la boca, con el espanto reflejado en su bello rostro de armoniosas facciones.

Los milicianos del Ejército de Dios, desconocían lo que era un ataque de epilepsia y también se espantaron.
Así que regresaron llevando a Asha esta vez en calidad de detenida, presentáronla ante el tribunal de eruditos, y la acusaron de adulterio, prostitución, resistencia a la autoridad y posesa de demonios; con el agravante de pertenecer al clan Galgale.