martes, 14 de julio de 2009

El Carmen




Más que demostrar que la maldad puede habitar en el clero mismo, los milicianos pretendían demostrar que Dios no existe.

En un altar por ellos mismos improvisado posaban armados para un periódico, entre iconos, sirios, y objetos litúrgicos diversos. En el centro, sobre un mueble de sacristía, había un montón de calaveras y huezos que habían desenterrado de las criptas. Todos mostraban rostro burlesco y desafiante. Manuel Romaní se había disfrazado con atuendos de cura. En la iglesia tomada no habían sólo milicianos, también habían gentes que no tenían donde vivir. La chula Corao, bailaora gitana, se mostraba vistiendo atuendos artísticos, pues esa noche habría sarao en la nave central.

Tres años más tarde el fiscal de la Causa General mostraba al testigo la fotografía que publicó a media página el periódico Abc, un día después.
–Conoce usted a las personas que aparecen en esta fotografía? –preguntó.

–Sí las conozco –contestó–, son viejos parroquianos de El Carmen.
Y dijo nombres y apellidos, sin titubear.

El fiscal actuaba no a petición, sino de oficio, y el sacerdote que comparecía en calidad de testigo, no de ofendido, hacía lo posible por atenuar la gravedad de los cargos que pesaban sobre los imputados, en contra de los cuales había sido llamado a declarar.

–Señor sacerdote! –dijo el fiscal–, tenga la bondad de no evadir mis preguntas, y contestar de manera clara y concisa! Estuvo usted secuestrado por estos forajidos, o no lo estuvo?
–Sí lo estuve.
–Se mantenía usted encerrado en la iglesia del Carmen por su propia voluntad, o no lo estaba?
–No estaba por mi propia voluntad.
–Pretendían asesinarle, o nó?
–Es aquí donde debo una explicación!
–Explique!

`A excepción de uno, los que aparecen en esta fotografía me salvaron de morir en una primera acasión. En una segunda ocasión me salvaron todos.

En la primera, el Olmeda, el jefe del grupo, convocó asamblea miliciana, para sentenciarme a muerte, luego de lo cual, él mismo nombró una escuadra a la que ordenó ejecutara la sentencia . La escuadra nombrada y el pleno de la asamblea se negaron a la ejecución y exigieron al Olmeda revocar la orden por escrito.

En la segunda ocasión, hizo acto de presencia otro grupo miliciano ajeno a la parroquia, a exigir a mis captores fuese yo remitido bajo su jurisdicción para ser ejecutado. A esto se negaron los ocupantes de El Carmen. Esta vez, el mismísimo Olmeda, pistola en mano, expulsó de la parroquia a los forasteros´.

Hubo alguien, a quien el cura González negó la mínima indulgencia. Quien se agenciaba esa santa animadverción, no había derramado una gota de sangre. Participaba entre los milicianos no en acción de guerra, sino para divertirlos y hacerlos reir. Era la chula Corao. –No hay peor satánica perversión, que bailar un pasodoble ante el altar mayor con los ojos inyectados de lascivia –dijo al fiscal.

Cinco años atrás de este proceso judicial, los desmanes del dictador se asociaban a la proverbial incapacidad del poder establecido, de poseer una visión de nación y de futuro; así como a la soberbia clerical. Reacio el clero a reconocer sus propias ofensas, como a solicitar perdón al ofendido. La prueba estaba en que las colosales riquezas incautadas a otras naciones en un pasado imperial, no habían servido para otra cosa que para configurarse a si misma, como la nación más pobre y atrasada de su propio entorno.

Se vieron pues en la figura del rey y de la curia, las raíces de una frustración acumulada por siglos, a causa del apoyo que prestaban al dictador que llegó al poder mediante ominoso golpe de Estado.

Ahí donde se veía pasar la caravana del monarca al exilio, se formaban espontáneos corros populares para celebrarlo. Prometía el clero, el fuego eterno a los festejantes.

Las milicias fueron pensadas para actuar en la retaguardia, para impedir allí, la acción de los agentes internos de la reinstauración. Hay quien atribuye a la coincidencia, otros a la ignorancia, que hayan los milicianos indentificado al clero, como la cabeza visible del enemigo.

No tanto la CNT, como sus propias asambleas eran el real gobierno miliciano. Se deliberaba copiar la metodología del enemigo, dada su eficacia histórica.

El temor al fuego eterno era aún pan cotidiano, mañana, tarde y noche para las muchedumbres pobres, necesitadas siempre de ser disuadidas por una férula eficaz.

De siglos era el abandono de la escena por el Santo Oficio, pero a los milicianos, parecían de ayer tan solo, las hogueras, los bofetones, los coscorrones, los halones de oreja, las amenazas, las humillaciones. Claro está, en las asambleas no todos decían la verdad, pero no eran pocos que denunciaban el asalto sexual en el nombre de Dios.

Al desembarco de las tropas reinstauradoras, se supo que el estado de guerra se tornaba irreversible. Cuando esas tropas avanzaron a lo largo del Tajo buscando el corazón a la república, se lanzaron a degüello las milicias.

Trece obispos; cuatromil cientoochenticuatro sacerdotes; dosmiltrecientos sesenticinco frailes; doscientas sesentitrés monjas y centenares de civiles connotados religiosos, cayeron en la vorágine. Decenas de miles de iglesias fueron demolidas

Caminaban de madrugada Manuel Romaní y la chula Corao hacia el pelotón de fusilamiento que esperaba en perfecta formación.

El sacerdote Manuel González se ofreció para acompañarles y reconfortarles. La bailaora gitana aceptó confesión y comunión. No así Romaní que decía ser ateo, y llevaba en los labios la advertencia de Carlos Marx que la religión es opio para los pueblos. –Serenaos hijo! –le dijo en voz baja el cura González– y daos cuenta que la justicia de Dios tarda, pero no olvida.

De los milicianos que derribaron a hachazos las puertas de la Iglesia El Carmen, para convertirla en su cuartel general, sólo los caídos en combate, y los que no aparecían en la fotografía tomada por el diario Abc, pudieron evadir la venganza de las tropas reinstauradoras del viejo orden, caido bajo el peso de sus carcomidas estructuras.

`Os traigo la victoria, no la paz´: las primeras palabras del caudillo hacia el pueblo.

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