viernes, 27 de marzo de 2009

Ostrero

Así como de Dios, igual que del amor, cada hombre necesita en la mente la prefigura de la muerte. Son iconos que toman forma en la infancia. Los niños perciben por primera vez, en algo, en alguna cosa cotidiana, la cercanía de Dios, del amor o de la muerte. Ese algo pasa a ser parte de la particular iconografía de cada quien, tan propia como pueden serlo las huellas digitales.

Para Cabrera Infante, la muerte era el asesino del tiempo. Para otros puede ser un relojero, una calavera o un esqueleto portador de una guadaña. Para no pocos grecos sigue siendo el rechoncho hermano gemelo de Eros (Anteros). Y se necesitaría un profundísimo psicoanálisis freudiano para aproximarse a discernir, el porqué para Rufino Sánchez, a pesar de ser un hombre de mar, la muerte era una señora alta que le servía una taza de café.

Como dormido, haciendo un arco con el cuerpo, con el vientre hacia arriba, brazos y piernas flácidos y hacia atrás, flotaba muy lentamente hacia la superficie Rufino Sánchez desde el fondo del mar. El agua agitaba del mismo modo que agita las algas, su melena india enrojecida por el yodo. De la muñeca izquierda, apulserado, colgaba un cincel; de la muñeca derecha un martillo de dos cabezas.

La suerte le llevó a emerger exactamente a un costado de ese especial vehículo flotante que construyen los ostreros del Puerto de la Libertad, para realizar su oficio: alrededor de una cámara inflada de esas que se utilizan al interior de las llantas de los vehículos, tejen con cuerdas una red en forma de zurrón que queda colgando bajo el hueco interior de la inflada circunferencia de la cámara. Con un objeto cualquiera, pesado y de metal, o con una piedra grande, atada al extremo de otra cuerda larga, proveen a esa peculiar nave de ancla.

Sobre esa peculiaridad ensamblada con sus propias manos, se tiran al mar tumbados de vientre, reman con las extremidades hasta colocarse frente al acantilado del zopilotero. Al pie del acantilado, a unos diez o quince metros de profundidad se tiende un arrecife sin nombre, cuya población de ostras parece inagotable.
Tiran el ancla y despúes de un breve encomendarse a Dios; se sumergen. En la diestra el martillo, en la siniestra el cincel, hasta el arrecife. Cincelan al tronco los mogotes de ostras. Ya despegadas de la roca, cogen un puñado de ellas entre los brazos y el pecho, regresan cuidando de emerger justo a la par de la cámara anclada. Utilizan el mismo ímpetu conque saltan a la superficie para depositar en el hueco de la cámara la brazada de ostras que quedan retenidas en el zurrón tejido de cuerdas. Se sujetan con un brazo de la cámara para tomar aliento. Aspiran otra bocanada de aire y así vuelven los ostreros una y otra vez a la carga hasta que el zurrón esté colmado, de modo tal que ese cargamento adquiera al menos el valor de un salario mínimo, puesto en el mercado.

Luego de un breve descanso, vuelven a echarse de bruces sobre su nave, para impulsarse de nuevo hasta la playa.

Más que la rentabilidad del oficio, a Rufino le atrapa la posibilidad de tocar con las manos el paisaje submarino. Privilegio de contadas almas capaces de contener la respiración, nadando bajo el agua, rangos de entre cinco y diez minutos. Hay casos místicos en ese gremio que alcanzan quince minutos de imersión o veinte. Son considerados semidioses. Donde quiera que van les envuelve una involuntaria áura de autoridad.

Nunca quiso Rufino colocarse a la altura de los místicos. Le bastaba su propia capacidad de permanecer cinco minutos bajo el agua, para ganarse la vida robándole ostras al arrecife.

El mar estaba sereno. Esto, le permitía atestiguar un paisaje submarino abigarradamente conmovedor.

Aspiró enorme bocanada de aire y se sumergió. Al instante estuvo frente a un mogote de ostras que crecía sobre la conjunción de tres rocas. Cinceló al tronco de la mejor manera que pudo. Al ceder el mogote, atrapó las ostras en un amoroso abrazo.
Las más de las veces el destino es un algo totalmente impredecible.
Quiso el destino que la cojuntura de esas tres rocas fuese un hueco en donde la cabeza del martillo apulserado en la diestra de Rufino, cazara, como en un rompecabezas con exactitud absoluta. Y quiso ese mismo destino que ya adentro del hueco formado por la conjunción de esas tres rocas enormes, la cabeza de ese martillo, virara hasta colocarse en posición transversal a la figura del hueco donde se había introducido.

Buscó Rufino apoyar los pies sobre algún punto del arrecife para facilitarse el impulso hacia la superficie. Fue en ese instante que sintió un algo que le sujetó el brazo derecho por la muñeca. Comprendió lo que pasaba. Las ostras estaban hermosas.La brazada había sido bien lograda. De modo pues que sin soltar su valiosa carga, se limitó a aliviar la tensión del brazo para que la doble cabeza del martillo se liberara de la trampa, con la misma facilidad con que había penetrado en ella. Creyendo la maniobra suficiente, volvió a iniciar la ascensión, pero la cabeza del martillo no salió. Historias parecidas había oído muchas en las reuniones del gremio; de modo que se permitió de nuevo la inflexión de, sin soltar su valioso cargamento, aliviar la tensión del brazo, procurando que la cabeza del martillo descendiese un tramo, se colocase en la posición correcta y pudiese liberarse. No hubo resultado! Volvió a intentarlo, una y otra vez, hasta que los violentos latidos del corazón le obligaran a soltar las ostras abrazadas. En ese mismo instante viniendo del fondo, apareció esa señora alta que traía a servir para él una humeante taza de café. La dama se detuvo en seco y regresó por el mismo camino que traía, cuando del brazo flácido, la cabeza del martillo se colocó en la posición correcta, salió de la trampa y Rufino comenzó a flotar hacia la superficie.

jueves, 26 de marzo de 2009

Una de piratas

El hundimiento de la fragata Mercedes y la captura de las naves que le acompañaban en 1804, quedó grabada para siempre en la historia, como un auténtico acto de piratería en perjuicio de España, por parte de la flota inglesa al mando del comodoro sir Graham Moore.

En honor a la verdad no se trató de una alevosa emboscada a traición. Se cumplió a cabalidad con el protocolo precombativo.

Con las popas vueltas hacia el cabo de Santa María (España), las naves inglesas se interpusieron en orden de batalla sobre la ruta de navegación de la escuadra española que venía del Perú, la cual se colocó ante su interceptor, también en orden de batalla. El comodoro Moore envió una lancha mensajera hacia la `Medea´, nave insignia española, para prevenir al comandante José Bustamante, que se disponía a cumplir órdenes de el gobierno de su Majestad Británica, de detener la escuadra bajo su mando y conducirla hacia puerto inglés.
Como no podía ser de otra manera, encendido de coraje ante la proximidad de las costas de su patria, Bustamante contestó que optaba por el combate para salvar el honor.

La batalla fue breve pero cruenta. Bastó media hora de intenso cañoneo para que la Mercedes, que además de caudales parecía conducir un enorme polvorín, se fuera a pique enmedio de una gran explosión, llevándose con ella hacia el fondo del mar, poco más del centenar y medio, de tripulación, artilleros, y pasajeros, entre éstos la esposa, ocho hijos, un sobrino, y cinco esclavos peruanos, del segundo al mando de la flota española, Diego de Alvear, quien subcomandaba el combate desde la `Medea´.

Hundida la Mercedes, rinden armas Bustamante y de Alvear ante el inglés, y los restos maltrechos de la flota son conducidos a puerto Inglés.
Estabilizada la situación post bélica, y conmovido el gobierno de su Majestad británica ante la tragedia que pesaba sobre las espaldas de su prisionero, segundo comandante, de Alvear, le prometió a éste una indemnización de docemil libras esterlinas, de las cuales luego de innumerables dilaciones en las que ya había anidado la desesperanza, se hicieron concretas únicamente seismil.

Por este acto de piratería, sir Graham Moore recibió de rey George III, los más altos reconocimientos correpondientes a su elevado rango.

Sin contar los caudales habidos en las otras tres naves de la flota vencida, sólo en la Mercedes, se transportaban quinientas mil monedas de oro y plata, equivalentes a cinco millones de pesos fuertes de la época.

Los bienes y valores que traían las bodegas de las naves españolas, provenían de otro y previo acto de piratería; no menos brutal del que éstas eran víctimas, aunque de métodos diferentes. Esta era una piratería permanente y sofisticada, bajo la administración de poderosas instituciones, a la que los reyes de España daban inocentes nombres como, juntas o consejos, de indias; encomiendas, o casas de contratación. Tan vasta sobre territorios y gentes que los monarcas se vieron obligados a organizar geográficamente tal piratería en virreinatos.

En `Albión´ los lores de la cámara alta ponían en juego al máximo sus capacidades intelectivas para elaborar refinadas justificaciones jurídicas a la captura y saqueo de naves españolas provenientes de América, que también se había hecho sistemático.
Y cuando las atribuladas mentes de legisladores y tribunales se veían carecer de la formulación precisa de la ley, apaciguaban sus conciencias diciendo para sus adentros: `ladrón que roba a ladrón, tiene derecho al perdón´.

Esta inconclusa saga bucanera dio continuidad el 18 de mayo de 2007, luego que una moderna nave cazadora de tesoros, estadounidense, descubriera y rescatara, frente a las costas del cabo Santa María, a doscientos metros de profundidad, las quinientas mil monedas de oro y plata que llevaba en sus bodegas la Mercedes ese fatídico cinco de octubre de 1804.

La empresa estadounidense que organizó y ejecutó la expedición hacia los restos del Mercedes, vindica para sí lo rescatado; a lo cual se opone el reino de España, bajo el alegato que el tesoro es parte de la real hacienda del Estado español.
El gobierno criollo del Perú reclama las quinientas mil monedas, bajo la argumentación que ese oro y esa plata fueron extraídos de minas ubicadas en un territorio que en esa época ya vindicaba independencia de España.
Los descendientes de los pasajeros de la Mercedes, sin embargo se declaran los legítimos herederos, puesto que esas monedas de oro y plata, dicen, representan el patrimonio acumulado por sus antepasados gachupines, durante largos y duros años dedicados a mantener encendida la luz de la cristiandad entre aquellos indios paganos, ingratos y levantiscos.

Los descendientes de aquellos pueblos originarios que fueron esclavizados y obligados a extraer el oro y la plata de su propia tierra para enviarla a España, no han presentado alguna reclamación o querella. Tal podría deberse a que en la conciencia de estas gentes aún subsiste la filosofía de que es un absurdo total, reclamar propiedad privada sobre los recursos ofrecidos a los hombres por la madre tierra.

Eso sí, los juristas del gobierno de su majestad británica han recibido instrucción para que en este litigio presenten demanda consistente en que del tesoro rescatado, le sean devueltas las seismil libras esterlinas, que en aquella época el gobierno de su majestad concedió a Diego de Alvear, segundo comandante de la flota española, en calidad de indemnización.

–Dad al bucanero lo que es del bucanero! –dice la ley del mar.
Y aconteció pues, que sumida en el letargo desde 1804 hasta 2007, hoy vuelve a recapitular, una de piratas.

Fuego en la sangre

“Fuego en la sangre” La madurez literaria de Guillermo Aguilar

En mayo, los cófrades marianos de Texacuangos, sacaban en procesión a la virgen. Y vista desde la altura de los adultos, la virgen era una bella dama de mirada melancólica. Pero desde ras del suelo, de donde la mirábamos los chiquillos, podíamos atestiguar las vergüenzas que escondía esa dama debajo de las enaguas. No eran siquiera humanas. Era un robusto y ordinario tocón de madera.

En ese desconcierto que Balzac llamó, comedia humana, enmedio de la cual, en El Salvador se inscribe la lucha popular, desde el ángulo que ven esta lucha los dirigentes históricos, igual que vista desde arriba la vírgen de los texacuangos, se aprecian épicos paisajes, que algunos han llegado a comparar con el de los Aqueos sitiando Ilion, la ciudad de los Teucros. Y sin embargo, vista, desde el ángulo que la ve Guillermo Aguilar, se es capaz de atestiguar las miserias y vergüenzas que se esconden debajo de los heróicos ropajes en que envuelven la lucha del pueblo salvadoreño, leyendas relatadas en sobreacicaladas autobiografías, dirigentes históricos, y apologetas de la política como oficio para ganarse el pan.

Como los organismos vivos, que se componen de mínimas células que le reproducen, todo cosmos se reproduce en los microcosmos que lo conforman.
Y en el desenredo de la madeja de la última de sus novelas cortas, “Fuego en la sangre”, Aguilar se muestra cauto. No intenta acometer integralmente la totalidad del inabarcable cosmos que es el drama político social salvadoreño. Opta por escoger uno de sus innumerables microcosmos, y se ocupa de diseccionarlo con su peculiar escalpelo literario. Un escalpelo que no se anda con medias tintas en sus tajos, y que hace caso omiso de la posibilidad de recurrir al uso de algún tipo de anestesia metafórica. Un escalpelo brutalmente realista, mas no por eso falto de elegancia literaria.

Los intersticios de ese microcosmos escogido por Guillermo Aguilar, que es el noviazgo de dos jóvenes pertenecientes a estratos sociales contrapuestos, son aprovechados con habilidad por el autor, para, igual que Dante Alhigieri a través de los infiernos, conducirnos a un fugaz recorrido por oscuros y clandestinos laberintos de la convulsionada sociedad salvadoreña, a la vez que reprimida con brutalidad por el establecimiento, alzada en desesperada lucha contra el opresor.

La armazón estructural de esta novela es monologal. Los protagonistas y el autor, dicen cada cual lo suyo en una sucesión de monólogos, que culminan en un muy bien logrado contrapunto literario.

Estructura y contenido, apartes, para que una obra escrita acceda a la categoría de buena literatura, hay un sólo camino. El de la eficacia y contundencia del lenguaje. Estas dos cualidades son las que en un texto atrapan al lector de manera que una vez abierto, el libro, y leído sus primeros párrafos, el dicho lector, si está en la biblioteca, se dirigirá inevitablemente al consabido trámite de préstamo para llevar el libro a casa y disfrutarlo con toda tranquilidad. Y si está en la librería, a lo mejor sacrificará este lector, ese día, una cena suculenta, optará quizás por una cena más económica y sencilla, con el propósito de ajustar los recursos monetarios a modo de poder cubrir el precio del libro, para, igualmente, llevarlo a casa.

En “Fuego en la sangre” se pone de manifiesto una eficacia y una contundencia, idiomáticas, que habían venido en franco proceso de maduración, según el mismo Guillermo Aguilar, en trabajos anteriores a esta novela, que por ello viene a marcarle la mayoría de edad como autor. En efecto, aquellos que le conocen y tratan en el ámbito de la ciudad de Västerås, Suecia, donde recide, al título de profesor de educación primaria, que se agenció en su tierra natral, le agregan ahora el título de escritor, concedido por aclamación del público lector aquí, en la tierra de adopción de este prolífico autor sueco salvadoreño, cuyas obras previas a “Fuego en la sangre”, son: El sapo frente al espejo; Los peces fuera del agua; La carta de un traidor; Auxilio; La palabra.