martes, 3 de marzo de 2009

Testimonio


Porqué me volví rebelde!

Me abstengo de revelar mi nombre, porque mi nombre no importa. Importa más lo que he vivido.

Existe la necesidad natural de aclarar las razones porque las que se ha participado de la rebelión en contra del poder establecido, para dejar sentado que se actuó precisamente en favor de la sociedad civil, la preservación de libertades y derechos inalienables del ser humano pisoteados hasta provocar la justa rebeldía de sectores amplios de la sociedad a todos los niveles, expongo algunas causas que afectaron mi existencia de manera directa.

La primera vez que pude percibir la peligrosidad de las fuerzas gubernamentales para mi entorno fue en 1961 cuando a la edad de diez años, mi abuelo, me refirió los hechos que siguen:

En sus años maduros, él Pedro Pérez López, ex soldado de infantería, orgulloso de haber servido a la patria, y reconvertido de nuevo a la sociedad civil, campesino sin tierra, casado, padre de cinco hijos, vivía la cotidianidad de pertenecer a los descendientes de la estirpe indígena que perdió el acceso a las tierras que fueron de sus parientes, como consecuencia de triquiñuelas estatales, combinadas con la represión feroz de la Guardia Nacional en el campo, por lo que se dedicaba a la aparcería para poder cosechar el maíz y los cereales necesarios para la manutención de su familia, en terrenos de terratenientes a cuyas manos habían venido a parar las tierras arrebatadas a los indígenas.
La aparcería, convenio sumamente ventajoso para el terrateniente, que cede pequeñas parcelas a los campesinos pobres para su cultivo a cambio de el cincuenta u ochenta porciento de lo producido, mantenía sumergido entre los pobres más pobres del campo a la familia de Pedro Pérez López. A pesar que éste se desgañitaba de sol a sol cultivando y arrancando generosas cosechas a la tierra.

Cierto día, viniendo de la parcela, después de una jornada especialmente agotadora, todavía con los aperos de labranza al hombro, hacia su choza en el ”rincón del zope”, se encontró Pedro Pérez con el mitin político promotor del Doctor Arturo Romero, civil que luchaba por terminar con la dictadura militar instaurada desde la gran represión anticomunista de 1932.

El Doctor Romero, enfervorecido orador, atrapó con su verbo al humilde aparcero cuando al momento de pasar por el lugar, manifestó encendidamente que su lucha era en favor de los pobres y para que los pobres tuvieran tierra propia para cultivar su maíz. Pedro, se detuvo breves instantes para escuchar mejor y no pudo evitar que el corazón le galopara emocionado al percibir que habían intelectuales importantes que se preocupaban por los desheredados como él. A los pocos minutos, rompió la asistencia en estrenduoso aplauso y una voz surgida de un lugar no identificado gritó: -Viva el Doctor Arturo Romero!-. A lo cual el público respondió a coro:-Que viva!-. Pedro Pérez acompañó el coro con tanta emoción que levantó hacia arriba la mano en que traía agarrado el machete. El mitin siguió su curso, sin embargo, Pedro siguió caminando hacia su choza atenazado por un hambre voraz.

Un machete con la punta señalando el cielo, levantado por un brazo campesino agitado políticamente, para cualquier burgués en el mundo, es además de un terrorífico icono, una señal premonitoria, un augurio negro y devastador.

Había caminado solamente unos pasos cuando se cruzó con Jimeno Matutes, rico tendero quien le miró con odio y le dijo: -Comunista de mierda, ya verás lo que te va a pasar!-. Pedro Pérez no sabía que era ser comunista, pero era hombre de armas tomar; sintió que le halaban las orejas y se le encrespaba el pelo. Sin soltar sus aperos, afianzó el machete en guardia y se dirigió a su interlocutor para responder: -Comunista será su madre, don Jimeno!- y esperó respuesta... Jimeno Matutes, acostumbrado a hacerse respetar por su sola influencia económica y sus vínculos políticos, palideció y desvió su torva mirada hacia otro lado.
Puesto que éste acaparaba el comercio de los productos básicos del hogar en el ”rincón del zope”, aconsejó la prudencia a Pedro Pérez que tomara la palidez de aquel rostro como muestra de disculpa. Se mordió los labios y siguió de largo. Llegó a su choza pasada la oración, arrinconó los aperos en una esquina , y colocó la cebadera con las primeras viandas de la cosecha sobre la mesa. Casi en silencio, Augustina, su mujer, le sirvió de comer, tortillas tostadas, frijoles amelcochados y un trozo de queso duroblandito, tomado al crédito de la tienda de el hermano de Jimeno Matutes. Mientras comía, meditaba Pedro, sin decir nada a nadie, de la siguiente manera:

Mucho antes que el general Martínez usurpara el poder del estado, había él, Pedro Pérez López, prestado su servicio militar, y como soldado ya había sido educado para ”preservar la patria del peligro comunista”, aunque él nunca había entendido nada pues el método de enseñanza militar para los soldados era la obediencia ciega y el castigo brutal provocado por ”preguntas estúpidas”.

Cuando el general Martínez, con fusiles Mauser, desató la gran matanza de campesinos en su cruzada anticomunista, él Pedro Pérez, casi no se enteró de los acontecimientos, hasta mucho después, puesto que las zonas convulcionadas fueron el occidente y el oriente del país y los campesinos sin acceso a los medios de comunicación, en las zonas no conflictuadas estaban marginados de toda información.
Aunque acostumbrado como estaba a un régimen represivo, eso sí, percibió muy bién un aumento visible de miltarización en la sociedad, y de medidas coactivas en contra del pueblo trabajador. Ahora se daba cuenta que el comunismo es tan peligroso que bastaba con tirar vivas a un médico con fama de generoso como el Doctor Arturo Romero, para atraer sobre sí la sospecha. En fín el comunismo venía a ser como la tuberculosis, que no se le ve venir ni se le entiende, pero de pronto, en el momento menos pensado, te contagia y no se tiene escapatoria. Con el último bocado de comida, Pedro comenzó a sorber de su jícara cuando escuchó un griterío y un tropel en la única calle del ”rincón del zope”. -Que será?-se preguntó- pues siendo esa una tranquila zona semirural, tales murmullos en la nocturnidad sólo se escuchan los días de celebración de procesiones católicas que reunen centenares de campesinos rezando y entonando cánticos en voces altas. Pero no eran cánticos en ordenado coro los que se oían, sino gritos y voces caóticas, una especie de zafarrancho de combate. Pedro, se levantó de la mesa azuzado por la curiosidad y vió a través de la ventana una escasa pero vociferante muchedumbre dirigida por patrulleros paramilitares y guardias nacionales. Percibió claramente un grito: -Muerte a los comunistas!- y una respuesta tumultuosa:- Muerte!-. El mitin del Doctor Romero había sido disuelto y las turbas gobiernistas se habían lanzado a la persecución de los participantes. Un grupo de ellos se acercó amenazadoramente a la choza y el cabo de la guardia preguntó en voz alta: -Donde vive ese tal Pedro Pérez? -Un hijo de Jimeno Matutes respondió señalando con el dedo: -Allí, allí!-. El cabo, seguido de otros guardias, con sus fusiles Mauser en guardia, enrumbaron hacia la choza y Pedro que no daba crédito a sus ojos; ya no respondió a lo que preguntaba Augustina: -Que pasa? Por Dios que pasa?-; sino que dio media vuelta, de un salto, alcanzó su machete y su sombrero, salió por la puerta trasera y se internó en la oscuridad del cafetal que comenzaba justo al lado de atrás de su choza. Una escapatoria que duró años.
El no se dió cuenta de lo que sucedió después en la choza, pero todo mundo sabía que esas acciones represivas son lo más terrible que le puede suceder a un ser humano. Esa debe haber sido una de las poderosas razones que hicieron que después del regreso de Pedro Pérez a casa un par de años más tarde y pasada la represión, Augustina, su mujer, se negaba a dirigirle la palabra, más que para lo necesario. Cuando regresó, había traido cierto dinero que había ganado como jornalero en varias comarcas que había recorrido como exiliado, pero estaba claro que era un hombre extraño, pues a pesar de ser un simple jornalero, sólo asistía a la iglesia en ocasión de celebraciones muy importantes, y se atrevía a criticar muchas veces en voz alta a las mismísimas autoridades eclesiásticas o gubernamentales, igual a los patrones; y en lugar de traer consigo la prosperidad de la economía, era capaz de arrastrar tras de sí, desgracias, como fue el allanamiento de su morada por las turbas paramilitares del general Maximiliano Hernández Martínez.

Relacionando esos acontecimientos, con otros de los que yo mismo había sido testigo, no tardé en darme cuenta que la represión del Estado pendía peligrosamente como espada de Damocles sobre mi gente. Corría el tiempo de la dictadura del coronel Oscar Osorio y talvez por aquello de que al enemigo poderoso vale más unírsele que combatirlo, algunos parientes cercanos de Pedro Pérez López, habían entrado al servicio. Margarito Crespín, hermano menor de Augustina, mi abuela, servía en la policía municipal; Pedro Pérez hijo, servía en la policía nacional y Daniel Pérez, segundo hijo de Pedro, era sargento de la quinta brigada de infantería. Pronto la cruda realidad demostró que tales servicios eran insuficientes para un monstruo impredecible como la dictadura militar:

Era un día aparentemente normal, yo tenía cinco años, mi primo Raymundo apenas gateaba y con otros primos de las mismas edades jugábamos entre gallinas y perros en el pequeño patio bajo la enramada que sostenía una mata de ”huisquil”, y la atenta mirada de la abuela mientras ella se dedicaba además a los quehaceres domésticos. Ella era la única adulto que nos acompañaba, pues los demás atendían sus respectivos trabajos. La vieja choza de los Pérez se había transformado en una casa de adobe con una puerta de madera hacia la calle, y otra puerta trasera. Los chicos nos entreteníamos viendo a la abuela dando de comer a unos polluelos, cuando sin previo aviso, en el interior de la casa, aparecieron dos parejas de policía de hacienda, de uniforme y armamento similar a la guardia nacional y espetaron un tenebroso: ”Buenas tardes señora!”. La abuela, sentada en un taburete, en su amplio delantal sobre las piernas, recogía uno a uno los polluelos y les obligaba a tragar un amasijo de maicillo. Al escuchar el tétrico saludo de los policías de hacienda, levantó la vista estupefacta y trató de levantarse, pero el cabo que los comandaba se lo impidió poniéndole la mano en el pecho. -Quédese donde está que le vamos hacer unas preguntas y vamos a registrar la casa -le dijo, vertiéndole en el rostro un nauseabundo aliento alcohólico. En el acto, aplastó el policía con su bota uno de los polluelos que la abuela cuidaba con tanto esmero. El rostro de la abuela pasó de pálido a rojo, pero comprendió que era inútil oponerse. Nosotros, los chicos acudimos a ella a refugiarnos tomándonos de sus enaguas. La buela tomó al más pequeño de los nietos y lo acunó en su regazo.
-Que es lo que quieren preguntar señores? Y que es lo que buscan?-dijo ella.
-Queremos saber donde entierran ustedes los cántaros de la chicha que fabrican! -respondió el cabo con visibles síntomas de ebriedad.
La criatura que la abuela acunaba contra su pecho comenzaba a dar muestras de impaciencia y ella trataba de consolarla mientras respondía de la manera más franca posible:
-Seguro que ustedes se han equivocado, pues en esta casa no se fabrica chicha!-. Adentro de la casa los otros policías, desbarataban las humildes pertenencias y con las bayonetas escarbaban el piso de tierra en busca de cántaros de chicha, derramaron el maíz en el suelo, quebraron los cántaros con agua, destrozaron las camas, rompieron las puertas de los aparadores, destrozaron los hornos de la cocina. La abuela que se daba cuenta de todo, mantenía la compostura, pero sus nietos rompimos a llorar. Los perros de la casa comenzaron a ladrar frenéticamente por lo que afuera de la casa se reunió un grupo de curiosos entre los cuales estaba Paco, el hijo de la tía María quien corrió hasta su mamá gritando:-Quieren matar a la tía Tina, mamá! Quieren matar a la tía Tina!!-.

La tía María, que sabía lo peligroso de esas situaciones, mandó a su hijo:-Corre avísale al señor cura!-. El señor cura que no era gobiernista, pero sabía de la peligrosidad de esas situaciones, dijo a Paco: -Corre avísale al señor alcalde-. El alcalde respondió: -Si el río suena es porque lleva piedras, si algo se debe, pues que se pague-.

Paco regresó desconsolado. Nadie había querido dar aviso al puesto de la guardia nacional, porque ya se sabía de los famosos operativos combinados en los que las diferentes fuerzas policiacas actúan perfectamente de acuerdo. Pero esta vez, por fortuna, cuando el rumor llegó a oídos del sargento de la guardia nacional, éste decidió:-Este es territorio de la benemérita Guardia Nacional y estos jodidos (policías de hacienda), están actuando sin nuestro consenso. Es un agravio a nuestra autoridad! Tenemos que demostrar quién manda aquí!-.
Acto seguido se encaminó con sus guardias hasta el lugar de los hechos. Al llegar, la casa estaba destrozada por dentro y Augustina y sus nietos completamente aterrorizados. El sargento de la guardia quien tenía un grado más que el cabo de la Policía de Hacienda, se dirigió a él con autoridad: -Han encontrado algo de lo que buscan? -No!-contestó el cabo-Esta vieja está dura de pelar.
-Entónces retírense en el acto que aquí es jurisdicción de la Guardia Nacional-replicó el sargento. Los de hacienda, sintiéndose en desventaja por actuar en estado de ebriedad, obedecieron sin chistar y abandonaron la escena. Detrás de ellos desaparecieron los guardias nacionales; ambos cuerpos no se molestaron en dar las mínimas explicaciones de lo sucedido.

Los vecinos, talvez por temor, a pesar de estar seguros de la inocencia de los Pérez, no dijeron nada. Solo la tía María y su hijo Paco, se apersonaron a consolar y solidarizarse con la Abuela Augustina, mientras esperaban que los adultos de la familia Pérez volvieran de sus trabajos.

Tiempo después se supo que todo había sido una conjura de los hijos de Gertrudes Cucufate(*), paramilitares al servicio del régimen quienes pretendían apoderarse del predio de los Pérez por medio del terror y la complicidad de corruptos agentes de la hacienda.

Puesto que se trata de encontrar el porqué de las cosas, no se debería descartar traer a cuenta alguna de las consecuencias de estos hechos abominables, puesto que son atentados en contra de la gente del pueblo, a quienes los que ejercen y se benefician de ese modo del poder político del Estado, deben su condición privilegiada.

En cuanto a ésto, pude ser testigo poco tiempo después de una de las formas en que se manifiesta el trauma psicológico como secuela de tales acontecimientos. Los hechos sucedieron de la siguiente manera: En el barrio Lourdes de San Salvador, alquilaban mis padres, humildes trabajadores, una pequeña pieza que era su residencia. Por circunstancias propias de las necesidades de los trabajadores, mi primo Raymundo y yo pasábamos temporadas con los abuelos en la zona semirural del ”rincón del zope” y temporadas con nuestros padres en la ciudad, pues tía Nati, la mamá de mi primo, por trabajar a tiempo completo al servicio de una residencia particular, no disponía del tiempo necesario y de ese modo la abuela colaboraba con sus hijas a sobrellevar la carga de los críos. Cierto día, mi primo Raymundo, que por ese entoces tendría ya seis años, caminaba por la acera hacia la pieza del Barrio Lourdes, ”nuestra residencia” cuando se topó con una pareja de guardias nacionales que caminaban en actitud de patrullaje. Los guardias caminaban lentamente confundidos entre los transeuntes en actitud de alerta. Mi primo los descubrió de pronto a unos pocos pasos de él y quedó paralizado. Al ver que uno de los guardias caminaba en dirección a él, cayó presa del pánico, lanzó una especie de grito de guerra y rompio a llorar desesperadamente completamente petrificado por una especie de histeria incontrolable. El guardia nacional se detuvo delante de él deliberadamente largos minutos en actitud desafiante y el pánico del pequeñuelo fue mayor. Alguien de nuestra gente llegó hasta él, lo tomó de la mano en actitud conciliadora para conducirlo, pero no pudo hacerlo caminar , pues Raymundo que se negaba a acercarse un solo centímetro más hacia el guardia nacional que le cerraba el paso sólo para divertirse, parecía haberse fijado al suelo. Hasta que el guardia colmó su afán y la psiquis de mi primo amenazaba el colapso, siguió caminando para ponerse a la altura de su compañero que avanzaba por la calle continuando el patrullaje. Yo le oí decir al otro en un susurro mientras avanzaban: -Estos monitos hijos de puta se hacen ensartados a la bayoneta...-.

Ciertamente, varios años después, se dieron gusto los guardias nacionales ensartando niños en las bayonetas, en León de Piedra, La Cayetana, El Calabozo, El Mozote y tantos otros lugares cuando el campesinado se fue otra vez a la lucha.

La tarde del incidente del Barrio Lourdes, el pequeño Raymundo perdió el apetito, se durmió temprano y hablaba jerigonzas extrañas mientras dormía. Años más tarde, llegué a comprender que seguramente sufría del síndrome post traumático que a un niño dejan experiencias como las que habíamos vivido antes.
Pasado el tiempo, Raymundo creció como un joven alegre, desenfadado y jodedor, supuestamente superó el sindrome post traumático, pues ya en su juventud, se encontraba con tales ”representantes de la ley” sin mostrar signos de alarma. Mi primo Raymundo generoso muchacho como fue siempre, llegó quizá a olvidar las ofensas recibidas siendo niño, por parte de la guardia nacional. Buen cristiano como ha sido, creo que llegó hasta perdonarlos.

Yo, por mi parte nunca pude perdonarlos, talvez porque no llegué a superar mi propio trauma, lo que probablemente se deba a que lo aquí relatado, sólo son los primeros de una larga lista de hechos, que a la vez apenas son una pequeña parte de lo que se configura como todo un sistema político de represión, imperante desde tiempos de la colonia, que tiene como regla aterrorizar a la población y trata de suprimir la dignidad humana de mi gente que siempre ha sido humilde, honrada y trabajadora, todo lo cual ha sido una de las tantas causas por las que un buen día me volví rebelde.


(*) Este y otros nombres de protagonistas han sido cambiados, para protección de la fuente

domingo, 1 de marzo de 2009

Polío



Dicen que cuando Leopoldo estuvo ante el compañero Wilber, éste, se dirigió a él de la siguiente manera: -Así que eres tú, muchachito, el que quiere ser guerrillero? No sería mejor que estuvieras en la escuela? que dirían tus padres?
-No tengo padres -mintió.

Era común en ese tiempo la trágica abundancia de huérfanos. Wilber, no dudó mucho, pero inquirió: -y que pasó con ellos?
-Fueron atacados por un toro feroz -siguió mintiendo.

-Que caso más extraño! -pensó Wilber.
Continuó el interrogatorio: –Y suponiendo que te aceptamos como combatiente, qué seudónimo escogerías?
-Polío -dijo sin pestañar. -Porqué Polío?
-Por Don Luis Alonso Polío, que se ganaba la plata soplando una trompeta, sin joder a nadie.

A los once años, Leopoldo había descubierto que sentado a la orilla del riachuelo, que corría a unos cuatrocientos metros de su casa, mientras observaba el correr del agua, se le ocurrían buenas ideas. Había llegado a entablar con esa nimia corriente de agua, una relación como la que se entabla con un confidente. En esa costumbre invertía más tiempo del prudente, pues descuidaba menesteres obligatorios de la casa, como, asegurar el agua, y el pienso en el comedero del novillo, sebucano, que con grandes sacrificios había adquirido recientemente Eusebio, su padre.

Eran de temer las irascibles reacciones de Eusebio. Arrastraba el duro lastre del analfabetismo. Sucedían cuando descubría una deficiencia en las tareas asignadas a Leopoldo en relación al cuidado del toro. A la edad que tenía su hijo, Eusebio había padecido sobre sus espaldas el látigo de los capataces de los algodonales, y el látigo de su propio padre. No conocía otro método más que ése para hacer del chico un hombre de bien.

En aquellas confidencias con el riachuelo, Leopoldo llegó a descubrir, secretos escenciales del sexo opuesto. Ocurrió después de haber encontrado el mejor ángulo para observar, sin ser observado desde una aceptable distancia, a las bañistas de la vecindad, que dicho sea de paso, eran más asíduas que él a las orillas del arrollo. De manera desenfadada, cuando se bañaban, o lavaban ropa, creyéndose a solas, examinábanse cualquier parte del cuerpo y comentaban entre ellas sus opiniones y experiencias, en voz baja, para luego estallar en estruendosas carcajadas. Probablemente, no había otro ánimo que instruír a las menores presentes, acerca del sexo. Insistían en el tema una y otra vez, para complacencia de Leopoldo.
Probable era también, en esas mujeres, la intuición, que si la existencia humana fuese una escuela, la sexualidad como materia, al final de la vida, se muestra reprobada por los seres humanos, sin distingo de clase social y de cultura.

Asaltábale la memoria a Leopoldo la imagen del torete durante sus correrías por el riachuelo. Daba un salto de susto y corría como desesperado perseguido por la imagen de su padre con un cinturón en la mano, a comprobar que todo estuviera en el lugar que debería estar para comodidad del toro, agua fresca, pienso nuevo, el estiércol retirado, como debe ser propio de un semantal del que se espera la multiplicación de un saludable hato ganadero. Ante Eusebio, tales obligaciones con el novillo eran las principales, mas no las únicas de Leopoldo, que además debía asistir a la escuela cuando el enfrentamiento entre insurgentes y tropas gubernamentales lo permitía.

-Algo no andaba bién –según Leopoldo –, en casa. Viendo televisión en la tienda de Las Colindres, le había sido revelado la importancia que tiene una pistola en la vida de los hombres. -A punta de pistola se apoderaron los gringos de las tierras de los indios. A punta de pistola se acumulan las más grandes fortunas, y así se gana el respeto de los grandes señores.
Había observado a través de la pequeña pantalla, individuos que se levantan desde el fondo de la desgracia con la ayuda de una pistola, para luego transformarse en honorables ciudadanos de gran influencia política.

Lo que no andaba bien en casa, según Leopoldo, era que su papá tenía una revólver, pero lo mantenía envuelto en una franela al fondo del cofre de sus pertenencias, como si nunca pensara darle uso. Ese revólver, según él, no era ninguna vergüenza. No era el más grande, pero tampoco el más pequeño de cuantos había visto, ni el más nuevo, pero tampoco el más viejo. Algunas veces, de la manera tímida a que era obligado, Leopoldo había comentado a su padre, la percepción que le dejaban las cosas que observaba por la pantalla del televisor. Eusebio las respondía con un silencio absoluto. Temía que rebajándose a discutir las tonterías de un niño, terminaran por volverle loco a él mismo; aunque otras veces, haciendo acopio de su mayor capacidad de abstracción, y de paciencia, aleccionaba a su hijo: ”el hombre más justo era Don Luis Alonso Polío, que se ganaba la plata soplando una trompeta sin joder a nadie”.

Eusebio, no era un hombre irresoluto en cuestión de armas, al contrario, sabía muy bien en qué condiciones se utilizan las herramientas de matar, por eso es que mantenía el revólver donde lo mantenía, con el único propósito que no perdiera lubricante; para que pudiera responder con la mayor eficacia en caso necesario.
El padre del chico pertenecía a la generación que concibe el diálogo entre padres e hijos de modo unidireccional y vertical, de lo superior a lo inferior, y era la manera más eficaz para él, de anteponerse a la certidumbre que su hijo, con el tiempo llegaría a ser más fuerte y más temperamental que él mismo, según demostraban algunos rasgos inocultables; lo cual abría la posibilidad de que el hijo escapara al control paterno; y que un buen día intentase a anular su papel indiscutible de cabeza de familia.

-No es que abrigue intenciones asesinas contra mi propio engendro, lo que intento es sujetarlo con firmeza para que un día no se vea tentado a faltarme el respeto -decía Eusebio para sus adentros-, pero supongamos que mi hijo se hace malo y llegara a arrebatarme lo que tengo, -pensaba-, ... y si no tengo más que esta casucha hipotecada, el solarcito que no son ni diez manzanas, y el toro que acabo de comprar, no es mucho! Por ahora! -decía, y cuando se acordaba del novillo, se encaminaba ansioso a comprobar que Leopoldo cumplía con sus obligaciones. Llegaba hasta el corral, estiraba la mano hacia el toro receloso, para que se acostumbrara al olor de su nuevo dueño. El semental respondía con bufidos belicosos. Contemplando al animal meditaba:
-Talvez lo de más valor que poseo es mi orgullo..., pero por mi dignidad y mi orgullo, soy capaz de quitar de enmedio a cualquiera... a un hijo con mayor razón, pues soy el padre!
Luego se preguntaba: –pero, que es el orgullo? que es la dignidad?... Indudablemente! Que no me levanten demasiado la voz! …No, no es sólo que no me levanten la voz... –reflexionaba. Mas cuando intentaba ahondar la reflexión para resolver las interrogantes que él mismo se planteaba, le atacaba un vértigo, tal que mandaba al carajo las ideas y se dirigía a sus menesteres campesinos con ardor, hasta dejar acabadas las tareas del día.

Donde quiera que iba, dedicaba sus más placenteros momentos a fantasear con el torete sebucano. En un plazo prudencial, el oficio del semental le permitiría, pagar las deudas con el banco. Esto lo mantenían al borde de la bancarrota. El objetivo era independizarse económicamente de una vez y para siempre. En el sebucano había invertido todo y cifrado las mayores esperanzas de futuro. La inversión le había hecho tocar fondo en su propia economía, mas escuchaba con atención el mensaje gubernamental, que la salida de los pequeños campesinos, a su eterna precariedad, es imitar los procedimientos de los grandes terratenientes y sumarse a los grupos paramilitares.

El cantón ”Jocote Dulce” donde vivía con su familia, se revelaba como zona en disputa, de manera que cuando se retiraban los soldados gubernamentales, aparecían los combatientes insurgentes y viceversa. El combate decisivo estaba en ciernes permanenrte y los pobladores lo presentían en el momento más inesperado, como quien espera un terremoto pronosticado.

En las escasas horas de sueño que le permitían las treguas del insomnio, atormentaba a Eusebio una pesadilla en la que era obligado a caminar sobre el filo de una navaja muy grande. Su lucha estaba dedicada a evitar caer en un escalón más abajo de su existencia. Quien pierde la tierra, si no emigra a los Estados Unidos, es obligado por el ejército a incorporarse a las milicias paramilitares. -Te ponen bajo las órdenes de cualquier sargentíllo de mierda, -se decía indignado-, y de paso te obligan a convertirte en un asesino sin remedio, como le pasó a Chamba Merino, que terminó loco después que se vió obligado a eliminar a su propia parentela!...Hacía un esfuerzo por abstraer sus razonamientos y se consolaba, a veces en voz alta : ”...el hombre más justo era Don Luis Alonso Polío, que se ganaba la plata soplando una trompeta sin joder a nadie...”

Cosas diferentes intrigaban a Leopoldo: -Un fusil, tiene mucho más poder que una pistola -se decía, y volvía a repasar los comentarios que se suscitaron desde el día que sólo un puñado de fusiles insurgentes sobre el Cerro Pelado, habían detenido el avance del batallón ”Cazadores” de la sexta brigada de infantería. Cuando se retiraron los insurgentes, el coronel Astacio, que comandaba a los cazadores, llegó a coaccionar duramente a algunos pobladores para que afirmaran que era un batallón guerrillero el que habían tenido por delante!

Eusebio salió muy de madrugada hacia la ciudad a fin de negociar más crédito para adquirir un par de vaquillas que serían junto con el torete sebucano, punto de partida para el soñado hato ”de pura raza”. Leopoldo supo, entonces que tenía todo el día para sus propias cosas. Ya entendía que a causa de su edad y de su sexo, su madre no tenía voluntad de impedir sus propias iniciativas. Lo primero que hizo fue levantarse un poco más tarde y no ir a la escuela. Tomó desayuno sentado en el lugar que acostumbraba su padre, despues se dirigió al cofre de las cosas de Eusebio, tomó el revolver, se lo colocó en la cintura bajo el pantalón y la camisa y salió hacia afuera, con la seguridad que ya había crecido lo suficiente.
A cien metros de la casa, bajo un aceituno centenario, estaba el corral donde permanecía encerrado el torete mientras se acostumbraba al ambiente. El corral estaba construído sencillamente, por un círculo de postes empotrados en el suelo, unidos por cuatro hileras de alambre de púas. En la ostentación de libertad que hacía Leopoldo, bien hubiera podido dirigirse a cualquiera de los puntos cardinales que se le presentaban ante sí, parado en la puerta de su casa. Se hubiera podido dirigir al arroyuelo, por ejemplo, al potrero, o a la montañita del tepezcuintle. Pero se dirigió al corral del torete, con la inquietud de desentrañar el secreto, de porqué su padre le entregaba tanto amor y vivía pendiente dia y noche, de aquella bestia nada mansa, mas bien furibunda. Fue hasta allá, llenó la canoa de agua fresca, al animal, le renovó el pienso y observó su forma de comer, nervioso, escarbando amenazadoramente con las pezuñas delanteras; resoplando con fuerza por las enormes fosas nasales.
Leopoldo observaba que el torete no era más pesado que Eulalia, la vaca de la casa, lo cual producía en él el efecto que, el brío y los nervios de la bestia no le infundían temor, más bien, le invadía el morboso deseo de enfrentar sin barreras, directamente, al animal, para comprobar sobre el terreno quién era más listo que quién; la bestia o él, que representaba al género humano. Ante un animal peligroso, el hombre representa las fuerzas del bien en el contexto de la naturaleza de las cosas.

Dió un rodeo afuera del corral hasta colocarse al trasero del torete, escaló las cuatro hileras de alambre espigado del perímetro y saltó hacia adentro. La vibración que se produjo en el suelo, hizo saltar al toro y se volvió con la rapidez de un rayo. Ambos pares de ojos, se encontraron a pocos metros, y ambos experimentaron la sensación de parálisis que produce el pánico ante el peligro inminente. Un desmayo invadió el cuerpo de Leopoldo. Presintió fugazmente que había calculado mal aventurándose hasta donde no hubiera debido hacerlo; pero otro impulso interno de sentido contrario, le hizo reaccionar inmediatamente. Este nuevo impulso le decía que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. No había concluído de razonar, cuando vió venir a la bestia, en tropel, directamente hacia él, envuelto en una nube de polvo, y las astas en posición de embestida. El chico había ensayado muchas veces el movimiento que haría en una situación como esa: el toro buscaría su cuerpo con los cuernos; él haría una tirada ”de guardameta” en sentido lateral a la embestida, por lo que el toro embistiría el aire, mientras él rodando por el suelo, con un movimiento de resorte se pondría de nuevo en pié...; y lo hubiera hecho impecablemente, a no ser porque el ángulo en el que el toro lo envestía, le obligó a tirarse por el lado menos ágil, de modo que el fue cogido duramente por la tibia, aunque no con la punta, sino con un lado del cuerno del animal. Al caer al suelo, no se pudo levantar ágilmente, sino que lo hizo renqueando. Cuando se erguía trabajosamente, el torete ya había virado en redondo y venía en segunda embestida. Esta vez, Leopoldo se tiró impecablemente por el lado más ágil, pero al caer al suelo, comprobó con horror que ya estaba exausto y el toro, sin embargo, apenas comenzaba a exitarse. El toro pasó de largo en su arremetida y se estrelló contra uno de los postes; el poste se ladeó. Regresó el novillo con la cola parada y cagando un chorro de excrementos hasta el centro del ruedo. Se preparaba para la lucha, apenas. Leopoldo había caído justo junto al perímetro del corral, pero ya no tuvo voluntad de pararse de nuevo ante el toro que esperaba y hacía otro invite. Rodó por el suelo bajo la primera hilera de alambre, que se levantaba unos treinticinco centímetros de la superficie, y se situó en las afueras del corral. El toro, corrió en dirección de su rival, pero no embistió la alambrada que los separaba, sino que se paró sobre las patas traseras, y como si de una gacela se tratara, alcanzó también las afueras del corral. Sin dejar de saltar, recompuso su dirección de ataque y arremetió de nuevo contra Leopoldo que sólo se había levantado a medias del suelo. Esta vez le cogió tan de lleno, que el cuerpo del muchacho quedó aprisionado entre los dos cuernos. El toro lo contraminaba en el suelo. El revólver que Leopoldo andaba llevando, cayó pesadamente entre su cintura y su mano derecha, lo buscó a tientas, lo encontró, oyó como un rayo la voz de la providencia. Sin pensarlo, en un acto reflejos, endilgó el cañón del arma entre los ojos del animal y haló el gatillo…
Cayó la bestia pesadamente a un lado sin el menor álito de vida. Por la posición del arma al disparar, la onda expansiva, apañada por la cabeza de toro, el torso de Leopoldo, y el suelo, se dejó escuchar como un golpe sordo, como quien golpea un palo seco contra otro palo, así que Guadalupe, la madre, quien se encontraba en el interior de la casa, ante el fogón, aliñando las viandas, no prestó mayor atención al ruido.
Leopoldo estaba magullado, asustado, lleno de polvo hasta en las cuencas de los ojos, pero sin heridas sangrantes.

Entró a la casa apresuradamente. Mientras pasaba, Guadalupe lo incitó a que, de no ir a la escuela, debería ocuparse de alguna tarea que fuera del agrado de su padre. Leopoldo no contestó nada, llegó hasta el cofre de Eusebio, depositó el revolver de la mejor manera que pudo, echó mano a una cajita de madera donde su padre guardaba algún dinero, tomó diez colones y salió hacia afuera con la misma premura. Su madre volvió a recriminarle, por la forma disoluta de sus movimientos. Tampoco volvió a tener respuesta.
Afuera Leopoldo, comenzó a caminar sin rumbo, con una sóla obsesión en la cabeza que le hacía abrir los ojos desmesuradamente y voltear nerviosamente en todas direcciones: que no fuera a encontrarse con Eusebio. Caminó casi media hora por el monte, paralelamente a la carretera, para evitar en lo posible, encontrarse con el autobús donde vendría de regreso su padre, salió a la vía por un punto donde creyó estar a salvo del temido encuentro, y abordó el primer autobús que apareció, con rumbo a ninguna parte. Intentó sosegar sus pensamientos. Primero pensó buscar refugio en casa de su tío Gustavo en las afueras de la ciudad de Usulután, -imposible! -concluyó rapidamente-, me encontrarían sin remedio! Entonces iría a la capital y se mezclaría entre el gentío: -Nó! -por una razón desconocida, tenía fobia a las multitudes de la ciudad.
Descartadas las dos iniciativas primeras, se le reveló una idea distinta, que surgida de algún lugar de el subconsciente, se arraigó en su pensamiento, rápidamente, de manera definitiva. Sabiéndose a la altura de la bahía de Jiquilisco, se bajó del autobús y comenzó a alejarse de la carretera panamericana hacia el sur, en busca de los manglares de Sisiguayo, donde se rumoraba, tenía su campamento principal, el compañero Wilber Mendoza, que acaudillaba la rebelión de los peones de la hacienda ”Nancuchiname”; capitana de la muchas propiedades del clan Dueñas, grandes terratenientes cuyos deseos fueron ley, durante mucho tiempo en aquellas extensas comarcas.