domingo, 1 de marzo de 2009

Polío



Dicen que cuando Leopoldo estuvo ante el compañero Wilber, éste, se dirigió a él de la siguiente manera: -Así que eres tú, muchachito, el que quiere ser guerrillero? No sería mejor que estuvieras en la escuela? que dirían tus padres?
-No tengo padres -mintió.

Era común en ese tiempo la trágica abundancia de huérfanos. Wilber, no dudó mucho, pero inquirió: -y que pasó con ellos?
-Fueron atacados por un toro feroz -siguió mintiendo.

-Que caso más extraño! -pensó Wilber.
Continuó el interrogatorio: –Y suponiendo que te aceptamos como combatiente, qué seudónimo escogerías?
-Polío -dijo sin pestañar. -Porqué Polío?
-Por Don Luis Alonso Polío, que se ganaba la plata soplando una trompeta, sin joder a nadie.

A los once años, Leopoldo había descubierto que sentado a la orilla del riachuelo, que corría a unos cuatrocientos metros de su casa, mientras observaba el correr del agua, se le ocurrían buenas ideas. Había llegado a entablar con esa nimia corriente de agua, una relación como la que se entabla con un confidente. En esa costumbre invertía más tiempo del prudente, pues descuidaba menesteres obligatorios de la casa, como, asegurar el agua, y el pienso en el comedero del novillo, sebucano, que con grandes sacrificios había adquirido recientemente Eusebio, su padre.

Eran de temer las irascibles reacciones de Eusebio. Arrastraba el duro lastre del analfabetismo. Sucedían cuando descubría una deficiencia en las tareas asignadas a Leopoldo en relación al cuidado del toro. A la edad que tenía su hijo, Eusebio había padecido sobre sus espaldas el látigo de los capataces de los algodonales, y el látigo de su propio padre. No conocía otro método más que ése para hacer del chico un hombre de bien.

En aquellas confidencias con el riachuelo, Leopoldo llegó a descubrir, secretos escenciales del sexo opuesto. Ocurrió después de haber encontrado el mejor ángulo para observar, sin ser observado desde una aceptable distancia, a las bañistas de la vecindad, que dicho sea de paso, eran más asíduas que él a las orillas del arrollo. De manera desenfadada, cuando se bañaban, o lavaban ropa, creyéndose a solas, examinábanse cualquier parte del cuerpo y comentaban entre ellas sus opiniones y experiencias, en voz baja, para luego estallar en estruendosas carcajadas. Probablemente, no había otro ánimo que instruír a las menores presentes, acerca del sexo. Insistían en el tema una y otra vez, para complacencia de Leopoldo.
Probable era también, en esas mujeres, la intuición, que si la existencia humana fuese una escuela, la sexualidad como materia, al final de la vida, se muestra reprobada por los seres humanos, sin distingo de clase social y de cultura.

Asaltábale la memoria a Leopoldo la imagen del torete durante sus correrías por el riachuelo. Daba un salto de susto y corría como desesperado perseguido por la imagen de su padre con un cinturón en la mano, a comprobar que todo estuviera en el lugar que debería estar para comodidad del toro, agua fresca, pienso nuevo, el estiércol retirado, como debe ser propio de un semantal del que se espera la multiplicación de un saludable hato ganadero. Ante Eusebio, tales obligaciones con el novillo eran las principales, mas no las únicas de Leopoldo, que además debía asistir a la escuela cuando el enfrentamiento entre insurgentes y tropas gubernamentales lo permitía.

-Algo no andaba bién –según Leopoldo –, en casa. Viendo televisión en la tienda de Las Colindres, le había sido revelado la importancia que tiene una pistola en la vida de los hombres. -A punta de pistola se apoderaron los gringos de las tierras de los indios. A punta de pistola se acumulan las más grandes fortunas, y así se gana el respeto de los grandes señores.
Había observado a través de la pequeña pantalla, individuos que se levantan desde el fondo de la desgracia con la ayuda de una pistola, para luego transformarse en honorables ciudadanos de gran influencia política.

Lo que no andaba bien en casa, según Leopoldo, era que su papá tenía una revólver, pero lo mantenía envuelto en una franela al fondo del cofre de sus pertenencias, como si nunca pensara darle uso. Ese revólver, según él, no era ninguna vergüenza. No era el más grande, pero tampoco el más pequeño de cuantos había visto, ni el más nuevo, pero tampoco el más viejo. Algunas veces, de la manera tímida a que era obligado, Leopoldo había comentado a su padre, la percepción que le dejaban las cosas que observaba por la pantalla del televisor. Eusebio las respondía con un silencio absoluto. Temía que rebajándose a discutir las tonterías de un niño, terminaran por volverle loco a él mismo; aunque otras veces, haciendo acopio de su mayor capacidad de abstracción, y de paciencia, aleccionaba a su hijo: ”el hombre más justo era Don Luis Alonso Polío, que se ganaba la plata soplando una trompeta sin joder a nadie”.

Eusebio, no era un hombre irresoluto en cuestión de armas, al contrario, sabía muy bien en qué condiciones se utilizan las herramientas de matar, por eso es que mantenía el revólver donde lo mantenía, con el único propósito que no perdiera lubricante; para que pudiera responder con la mayor eficacia en caso necesario.
El padre del chico pertenecía a la generación que concibe el diálogo entre padres e hijos de modo unidireccional y vertical, de lo superior a lo inferior, y era la manera más eficaz para él, de anteponerse a la certidumbre que su hijo, con el tiempo llegaría a ser más fuerte y más temperamental que él mismo, según demostraban algunos rasgos inocultables; lo cual abría la posibilidad de que el hijo escapara al control paterno; y que un buen día intentase a anular su papel indiscutible de cabeza de familia.

-No es que abrigue intenciones asesinas contra mi propio engendro, lo que intento es sujetarlo con firmeza para que un día no se vea tentado a faltarme el respeto -decía Eusebio para sus adentros-, pero supongamos que mi hijo se hace malo y llegara a arrebatarme lo que tengo, -pensaba-, ... y si no tengo más que esta casucha hipotecada, el solarcito que no son ni diez manzanas, y el toro que acabo de comprar, no es mucho! Por ahora! -decía, y cuando se acordaba del novillo, se encaminaba ansioso a comprobar que Leopoldo cumplía con sus obligaciones. Llegaba hasta el corral, estiraba la mano hacia el toro receloso, para que se acostumbrara al olor de su nuevo dueño. El semental respondía con bufidos belicosos. Contemplando al animal meditaba:
-Talvez lo de más valor que poseo es mi orgullo..., pero por mi dignidad y mi orgullo, soy capaz de quitar de enmedio a cualquiera... a un hijo con mayor razón, pues soy el padre!
Luego se preguntaba: –pero, que es el orgullo? que es la dignidad?... Indudablemente! Que no me levanten demasiado la voz! …No, no es sólo que no me levanten la voz... –reflexionaba. Mas cuando intentaba ahondar la reflexión para resolver las interrogantes que él mismo se planteaba, le atacaba un vértigo, tal que mandaba al carajo las ideas y se dirigía a sus menesteres campesinos con ardor, hasta dejar acabadas las tareas del día.

Donde quiera que iba, dedicaba sus más placenteros momentos a fantasear con el torete sebucano. En un plazo prudencial, el oficio del semental le permitiría, pagar las deudas con el banco. Esto lo mantenían al borde de la bancarrota. El objetivo era independizarse económicamente de una vez y para siempre. En el sebucano había invertido todo y cifrado las mayores esperanzas de futuro. La inversión le había hecho tocar fondo en su propia economía, mas escuchaba con atención el mensaje gubernamental, que la salida de los pequeños campesinos, a su eterna precariedad, es imitar los procedimientos de los grandes terratenientes y sumarse a los grupos paramilitares.

El cantón ”Jocote Dulce” donde vivía con su familia, se revelaba como zona en disputa, de manera que cuando se retiraban los soldados gubernamentales, aparecían los combatientes insurgentes y viceversa. El combate decisivo estaba en ciernes permanenrte y los pobladores lo presentían en el momento más inesperado, como quien espera un terremoto pronosticado.

En las escasas horas de sueño que le permitían las treguas del insomnio, atormentaba a Eusebio una pesadilla en la que era obligado a caminar sobre el filo de una navaja muy grande. Su lucha estaba dedicada a evitar caer en un escalón más abajo de su existencia. Quien pierde la tierra, si no emigra a los Estados Unidos, es obligado por el ejército a incorporarse a las milicias paramilitares. -Te ponen bajo las órdenes de cualquier sargentíllo de mierda, -se decía indignado-, y de paso te obligan a convertirte en un asesino sin remedio, como le pasó a Chamba Merino, que terminó loco después que se vió obligado a eliminar a su propia parentela!...Hacía un esfuerzo por abstraer sus razonamientos y se consolaba, a veces en voz alta : ”...el hombre más justo era Don Luis Alonso Polío, que se ganaba la plata soplando una trompeta sin joder a nadie...”

Cosas diferentes intrigaban a Leopoldo: -Un fusil, tiene mucho más poder que una pistola -se decía, y volvía a repasar los comentarios que se suscitaron desde el día que sólo un puñado de fusiles insurgentes sobre el Cerro Pelado, habían detenido el avance del batallón ”Cazadores” de la sexta brigada de infantería. Cuando se retiraron los insurgentes, el coronel Astacio, que comandaba a los cazadores, llegó a coaccionar duramente a algunos pobladores para que afirmaran que era un batallón guerrillero el que habían tenido por delante!

Eusebio salió muy de madrugada hacia la ciudad a fin de negociar más crédito para adquirir un par de vaquillas que serían junto con el torete sebucano, punto de partida para el soñado hato ”de pura raza”. Leopoldo supo, entonces que tenía todo el día para sus propias cosas. Ya entendía que a causa de su edad y de su sexo, su madre no tenía voluntad de impedir sus propias iniciativas. Lo primero que hizo fue levantarse un poco más tarde y no ir a la escuela. Tomó desayuno sentado en el lugar que acostumbraba su padre, despues se dirigió al cofre de las cosas de Eusebio, tomó el revolver, se lo colocó en la cintura bajo el pantalón y la camisa y salió hacia afuera, con la seguridad que ya había crecido lo suficiente.
A cien metros de la casa, bajo un aceituno centenario, estaba el corral donde permanecía encerrado el torete mientras se acostumbraba al ambiente. El corral estaba construído sencillamente, por un círculo de postes empotrados en el suelo, unidos por cuatro hileras de alambre de púas. En la ostentación de libertad que hacía Leopoldo, bien hubiera podido dirigirse a cualquiera de los puntos cardinales que se le presentaban ante sí, parado en la puerta de su casa. Se hubiera podido dirigir al arroyuelo, por ejemplo, al potrero, o a la montañita del tepezcuintle. Pero se dirigió al corral del torete, con la inquietud de desentrañar el secreto, de porqué su padre le entregaba tanto amor y vivía pendiente dia y noche, de aquella bestia nada mansa, mas bien furibunda. Fue hasta allá, llenó la canoa de agua fresca, al animal, le renovó el pienso y observó su forma de comer, nervioso, escarbando amenazadoramente con las pezuñas delanteras; resoplando con fuerza por las enormes fosas nasales.
Leopoldo observaba que el torete no era más pesado que Eulalia, la vaca de la casa, lo cual producía en él el efecto que, el brío y los nervios de la bestia no le infundían temor, más bien, le invadía el morboso deseo de enfrentar sin barreras, directamente, al animal, para comprobar sobre el terreno quién era más listo que quién; la bestia o él, que representaba al género humano. Ante un animal peligroso, el hombre representa las fuerzas del bien en el contexto de la naturaleza de las cosas.

Dió un rodeo afuera del corral hasta colocarse al trasero del torete, escaló las cuatro hileras de alambre espigado del perímetro y saltó hacia adentro. La vibración que se produjo en el suelo, hizo saltar al toro y se volvió con la rapidez de un rayo. Ambos pares de ojos, se encontraron a pocos metros, y ambos experimentaron la sensación de parálisis que produce el pánico ante el peligro inminente. Un desmayo invadió el cuerpo de Leopoldo. Presintió fugazmente que había calculado mal aventurándose hasta donde no hubiera debido hacerlo; pero otro impulso interno de sentido contrario, le hizo reaccionar inmediatamente. Este nuevo impulso le decía que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. No había concluído de razonar, cuando vió venir a la bestia, en tropel, directamente hacia él, envuelto en una nube de polvo, y las astas en posición de embestida. El chico había ensayado muchas veces el movimiento que haría en una situación como esa: el toro buscaría su cuerpo con los cuernos; él haría una tirada ”de guardameta” en sentido lateral a la embestida, por lo que el toro embistiría el aire, mientras él rodando por el suelo, con un movimiento de resorte se pondría de nuevo en pié...; y lo hubiera hecho impecablemente, a no ser porque el ángulo en el que el toro lo envestía, le obligó a tirarse por el lado menos ágil, de modo que el fue cogido duramente por la tibia, aunque no con la punta, sino con un lado del cuerno del animal. Al caer al suelo, no se pudo levantar ágilmente, sino que lo hizo renqueando. Cuando se erguía trabajosamente, el torete ya había virado en redondo y venía en segunda embestida. Esta vez, Leopoldo se tiró impecablemente por el lado más ágil, pero al caer al suelo, comprobó con horror que ya estaba exausto y el toro, sin embargo, apenas comenzaba a exitarse. El toro pasó de largo en su arremetida y se estrelló contra uno de los postes; el poste se ladeó. Regresó el novillo con la cola parada y cagando un chorro de excrementos hasta el centro del ruedo. Se preparaba para la lucha, apenas. Leopoldo había caído justo junto al perímetro del corral, pero ya no tuvo voluntad de pararse de nuevo ante el toro que esperaba y hacía otro invite. Rodó por el suelo bajo la primera hilera de alambre, que se levantaba unos treinticinco centímetros de la superficie, y se situó en las afueras del corral. El toro, corrió en dirección de su rival, pero no embistió la alambrada que los separaba, sino que se paró sobre las patas traseras, y como si de una gacela se tratara, alcanzó también las afueras del corral. Sin dejar de saltar, recompuso su dirección de ataque y arremetió de nuevo contra Leopoldo que sólo se había levantado a medias del suelo. Esta vez le cogió tan de lleno, que el cuerpo del muchacho quedó aprisionado entre los dos cuernos. El toro lo contraminaba en el suelo. El revólver que Leopoldo andaba llevando, cayó pesadamente entre su cintura y su mano derecha, lo buscó a tientas, lo encontró, oyó como un rayo la voz de la providencia. Sin pensarlo, en un acto reflejos, endilgó el cañón del arma entre los ojos del animal y haló el gatillo…
Cayó la bestia pesadamente a un lado sin el menor álito de vida. Por la posición del arma al disparar, la onda expansiva, apañada por la cabeza de toro, el torso de Leopoldo, y el suelo, se dejó escuchar como un golpe sordo, como quien golpea un palo seco contra otro palo, así que Guadalupe, la madre, quien se encontraba en el interior de la casa, ante el fogón, aliñando las viandas, no prestó mayor atención al ruido.
Leopoldo estaba magullado, asustado, lleno de polvo hasta en las cuencas de los ojos, pero sin heridas sangrantes.

Entró a la casa apresuradamente. Mientras pasaba, Guadalupe lo incitó a que, de no ir a la escuela, debería ocuparse de alguna tarea que fuera del agrado de su padre. Leopoldo no contestó nada, llegó hasta el cofre de Eusebio, depositó el revolver de la mejor manera que pudo, echó mano a una cajita de madera donde su padre guardaba algún dinero, tomó diez colones y salió hacia afuera con la misma premura. Su madre volvió a recriminarle, por la forma disoluta de sus movimientos. Tampoco volvió a tener respuesta.
Afuera Leopoldo, comenzó a caminar sin rumbo, con una sóla obsesión en la cabeza que le hacía abrir los ojos desmesuradamente y voltear nerviosamente en todas direcciones: que no fuera a encontrarse con Eusebio. Caminó casi media hora por el monte, paralelamente a la carretera, para evitar en lo posible, encontrarse con el autobús donde vendría de regreso su padre, salió a la vía por un punto donde creyó estar a salvo del temido encuentro, y abordó el primer autobús que apareció, con rumbo a ninguna parte. Intentó sosegar sus pensamientos. Primero pensó buscar refugio en casa de su tío Gustavo en las afueras de la ciudad de Usulután, -imposible! -concluyó rapidamente-, me encontrarían sin remedio! Entonces iría a la capital y se mezclaría entre el gentío: -Nó! -por una razón desconocida, tenía fobia a las multitudes de la ciudad.
Descartadas las dos iniciativas primeras, se le reveló una idea distinta, que surgida de algún lugar de el subconsciente, se arraigó en su pensamiento, rápidamente, de manera definitiva. Sabiéndose a la altura de la bahía de Jiquilisco, se bajó del autobús y comenzó a alejarse de la carretera panamericana hacia el sur, en busca de los manglares de Sisiguayo, donde se rumoraba, tenía su campamento principal, el compañero Wilber Mendoza, que acaudillaba la rebelión de los peones de la hacienda ”Nancuchiname”; capitana de la muchas propiedades del clan Dueñas, grandes terratenientes cuyos deseos fueron ley, durante mucho tiempo en aquellas extensas comarcas.

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