miércoles, 28 de enero de 2009

Antifa


De visita en la nación que yace bajo la nación, aconteció que uno de mis hermanos, a la sombra de los árboles de un pequeño huerto, frente a un promontorio de terracota que bién podría ser un fogón o un rústico altar de sacrificios, sujetó la vaina de su puñal, como si fuera a extraerlo, pero en lugar de puñal, apareció en su diestra un águila enorme de plumaje esmeralda -como si el plumaje perteneciera a un ave prensadora de selvas tropicales-. La rapaz daba muestra de estar viva pues abría y cerraba los ojos, aunque mi hermano la blandía como de cartón, y me decía: -Ves lo que puedo hacer con ella?, -para después lanzarla sobre un objetivo, como un experto cetrero, que el ave alcanzaba como un rayo, volando con estrépito y después regresaba de nuevo a posarse a su brazo, hasta que él decía: -Basta por hoy, -y la guardaba de donde la había sacado. -Haber, qué puede hacer la tuya -dijo, y yó recordé, de mis tiempos de niño, que tenía una en la vaina de mi propio puñal, pero hacía mucho tiempo que no la sacaba, más por no saber que se podía hacer, que por falta de voluntad o displicencia. El me dijo: -Es piadoso que se haga con los seres de la naturaleza, porque la inmovilidad para ellos, es la más grande de las desgracias en toda su existencia.
Hice la misma maniobra que él, y apareció aferrada a mi diestra, un águila tan grande como aquella. No era de plumas esmeraldas, sino pardas y oscuras, como las hojas que caen de los caducifolios. A diferencia de él, yo no la hice regresar a su prisión, sino que la dejé que vagara y se estableciera libremente en el corazón del bosque, porque eso es además, según mi hermano, el más grande regocijo de todo ser de la naturaleza.
Luego me condujo hasta el centro ceremonial, que también era de terracota, de techo bajo, cuyo altar fulguraba de dorado tal , que imprimía esa tonalidad a objetos y personas que se encontraren en su interior. Nos sentamos, junto con otro fieles sobre esteras y cojines, en el suelo alrededor de la que funjía como sacerdotisa. Tocada con atuendos gitanos, se volvió a nosotros y dijo: -Os voy dar, si aceptais, un puñado de monedas que pertenecieron al tesoro del rey David, -depositando en las manos abiertas de cada uno de los concurrentes, un puñado de esas- mas no podréis hacer uso comercial de ellas, y de las que tendréis que desprenderos con el mismo desapego que yó lo estoy haciendo con vosotros- dijo. (En otras palabras, obsequiarlas a otros con desprendimiento) -pensé yó. Acto seguido, un viejo que estaba con nosotros comenzó a introducirlas por cualquier rendija que encontraba a su paso, como si esas rendijas fueran alcancías.
Luego pasamos a lo que podría ser un simple salón de reuniones sociales, donde viejos y muchachas fermentaban el vino de cazabe a la manera aborigen, con generosas dosis de saliva, invitándome a mí a colaborar en ello para que no se quedaran los viejos con las gargantas resecas. Bastó una tarde para que estuviera en su punto, no era obligación beberlo, mas pronto descubrí que aquella desobligación, solo era parte de un ardid de otros que querían beber doble porción con lo que sobraba. Era un líquido blanquesino y espumoso con sabor a pulpa de coco. Bebí mi parte, me invadió una suave embriaguez y los experimentados asistentes se reían de mí cuando yo oía en mi interior una dulce, pero poderosa voz que decía: -bebed vino, que ésta es mi sangre… Quise dar una explicación de lo que me pasaba, pero ahogaron mi voz las miles de voces de una multitudinaria marcha que se acercó y pasaba de largo blandiendo banderas y grandes mantas con consignas revolucionarias. A todos nos invadió el impulso y nos unimos a ella que a esa hora avanzaba con antorchas encendidas. Pronto llegamos hasta el frente que chocaba con el frente de los invasores de la nación que se erige sobre ésta. Ellos blandían armas de alta tecnología, contra los rudimentarios medios conque contaba el lado nuestro. De la parte nuestra se lanzaban sólo consignas, maldiciones, piedras y lanzas de madera. Los contrarios se daban el privilegio de experimentar la última generación de sus armas modernísimas contra nosotros; pero los nuestros morían con el gesto del deber cumplido, en los ojos; en cambio los otros encontraban la muerte con la incertidumbre de no saber el porqué de sus acciones asesinas. Ellos mataban la flor de la juventud, labriegos, obreros: mataban el cordero de dios; los nuestros aniquilaban alimañas que es necesario aniquilar para que el pueblo no pierda la senda del hombre hacia el hombre…, y esa era, según el decir de los oficiales nuestros, la esencialidad de nuestra ventaja estratégica. Fue con esa consigna precisamente, que logramos contener la ofensiva enemiga de aquella tarde, para continuar en el convivio con aquel pueblo admirable….
Al caer la noche, nos recogimos unos de nosotros, en una posada en la que se restañaban heridas, se servía una ración de jornada combativa, se bebía vino y se diseñaban tácticas y estrategias. En un rincón de la posada fumaban dos mujeres en redecoradas pipas, les pedí de fumar y me ofrecieron un cigarrillo, encendilo, y cuando disfrutaba plenamente de las bocanadas, sentí un pájaro posarse en mi hombro, era la mano de una chica que miraba por primera vez, pero que la presentí siempre, me miró con ojos almendrados, una sonrisa de miel y me preguntó: -Me darás de fumar de tu cigarrillo?
No me pude negar, compartimos el pitillo y me hechizó al instante la sensualidad de sus labios al posarse donde se habían posado los míos y mojarse de las mismas humedades; de cómo las volutas que salían de ambas bocas, se revolvían en el aire y del aire las absorbíamos de nuevo, para sumergirmos en aquel marasmo en el que quedó concertado un compromiso de nupcias, lo que, ante una leve incertidumbre mía, más que por mala voluntad, por considerarme indigno; se obligó ella a exclamar: -Hombre de poca fe, tan pronto habeis dudado?! -y me mostró coquetamente sus pezones para disipar toda suerte de inseguridades. Ya comenzado los preparativos de la ceremonia y extasiado por el corte de su cabello, su esbeltez, la certidumbre de su talle, me atreví a preguntar de dónde venía. -Soy de las huestes de Artemisa -dijo, y supe que era cierto- . Más algo hubo que comenzó a desentonar, cuando los preparativos de nuestra unión se prolongaban indefinidamente, pues en eso me quedé dormido; cuando desperté, vi el rostro de una brigadista de primeros auxilios que me miraba de cerca, examinándome detenidamente, y dijo: -Tiene los ojos afiebrados.
Yo estaba tendido sobre la bandera rojinegra con la clavícula derecha fracturada y una herida profunda en la mitad de la frente…
Ocho días después me dí cuenta que Matla Xochitl, ideóloga de nuestro grupo, había llegado hasta vuestra mesa de redacción para entregarles el apretado resumen que Lobo, en pleno trance surrealista escribió después de los acontecimientos, increpándoles:
-Publiquen ésto en el resumen informativo! sin saber siquiera, si podría ser posible.

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