domingo, 15 de febrero de 2009

Delirio de persecución

Quiso Francisco Esquivel, verificar personalmente si el azotado se daba por escarmentado. –Matadme por piedad! Os lo pido! Pero no me hagais esto! –clamó antes del suplicio ese hombrecillo ahora tirado en el suelo, la espalda en carne viva, ojos cerrados, gimiendo pero sin llorar. De pie, Esquivel le ordenó que abriera los ojos, para que le dijera frente a frente, si en adelante atendería la ley.

De ordinario Lope de Aguirre era un hombre, si no amable, considerado y respetuoso hasta con indigentes, negros… indios.... Dos cosas le hacían brillar las pupilas de furor: la ruindad en el hombre, y las injusticias.
De quienes vieron alguna vez encendidas las pupilas de Aguirre, unos decían haber percibido la mirada de San Miguel; otros habían percibido la mirada de Satanás.

Abrió los ojos el azotado. Esquivel retrocedió espantado.

El alcalde de Potosí doblaba en peso y estatura al bajo y enjuto Lope de Aguirre. Pero cada músculo de las pocas carnes de Aguirre era una fibra tendinosa, cuya resistencia y reflejos, habían sido templados bajo ardientes soles e inviernos fríos, tumbando árboles, izando o corriendo velámenes de naves inmensas, devorando distancias a paso impetuoso, domando caballos garañones, o combatiendo bajo el pendón del rey. No se conocía a nadie que fuese capaz de hacer cimbrar la espada empuñada por la mano de Lope de Aguirre.

Francisco Esquivel no sabía lo que era la fatiga bajo el sol, la lluvia o la nieve; tampoco su mano acostumbraba empuñadura alguna. Eso sí, a pesar de su vida sibarita, conocía el secreto de juntar todo el peso del poder y de la ley, para lanzarlo como se lanza un mortífero halcón, hacia un objetivo determinado. Aplicaba el terror en el castigo, porque no hay método más eficaz, que el ejercicio de la tiranía, para mantener el orden alrededor de aquella montaña de plata perteneciente al rey de España; asediada por centenares de bandidos, indios y contrabandistas.

No pretendía, exactamente, el alcalde, interrogar al penado; sino, que éste reconociera el inequívoco rostro del poder del Estado y de la ley.
Nadie es capaz de explicar, el porqué los tiranos necesitan auscultar el fondo de los ojos de los torturados.

Ante las pupilas de Aguirre, perdió el habla el alcalde. Intempestivo, dio media vuelta para buscar como desesperado, la salida del reclusorio sin pronunciar una sola palabra. Intentaba, pero no podía hablar. Se dice; fue en este momento que le atrapó el extraño delirio que padeció en adelante.

Llegó a casa, buscó como un poseso a Rosario, su esposa. Cuando la encontró se abrazó a ella llorando. Sólo así pudo de nuevo articular palabra.

Con la devoción que le profesaba, escuchó la mujer atentamente una larguísima sarta de incoherencias que trataba inutilmente de ordenar mentalmente su marido.
Cayó la noche, vino la madrugada; llegó la hora que el alcalde debía estar en su despacho, pero él seguía tratando, ya inútilmente, de darse a entender por su esposa. Al volver a caer la noche, ambos eran presa severamente del delirio de persecución. Esa misma noche mientras el alcalde redactaba su carta dimitoria, instruía Rosario a la servidumbre, en cuanto a empaquetar todo lo empaquetable; disponer todo lo transportable. En término de días, los esposos Esquivel, abandonaban Potosí con rumbo desconocido.

También en secreto entraron en Lima, y en secreto recibieron asilo en el convento de los Dominicos. Pasado un tiempo, saliendo de misa un Domingo de Ramos, repararon los Esquivel en un hombrecillo bajo y esmirriado que les miraba fijamente, confundido entre los feligreses. Al cabo de la semana mayor, agradecieron el asilo recibido, partiendo al siguiente día entre las sombras de la madrugada.

En Cajamarca tomaron en alquiler una villa y se entregaron al comercio de la lana. Conversaban, cierto día, después de almorzar, sobre el negocio. Vino hacia ellos la sirvienta, pidiendo autorización para dar algo de comer a un pobre hombre, bajito y pálido que había llamado, hambriento, a la puerta.
Dos días después, estaba todo a punto para partir, y partieron.

Se desató sobre Quito un aguacero torrencial. Asomaron al balcón de su nueva casa, los Esquivel, a contemplar la lluvia. Enfrente, al otro lado de la calle, protegiéndose del agua bajo la cornisa de un zaguán y de un sombrero de alas anchas, estaba parado un hombrecillo que auscultaba fijamente hacia la casa, como queriendo descubrir sus puntos vulnerables.

Asegura don Miguel Otero Silva, que poco tiempo después de ese episodio, llegaron los Esquivel al Callao, dispuestos a poner el océano de por medio. A punto de partir la nave, se fijaron que un marinero bajito, más huezos que carne, llevando un sombrero de alas anchas igual al del hombrecillo de Quito. El marinero simulaba atender su oficio, pero en realidad observaba detenidamente, cada uno de sus movimientos.
Tuvieron que pagar compensación al capitán, por el atraso causado al tener que desembarcar lo ya estibado de manera imprevista. Se les negó además la devolución del monto de pasajes y fletes, previamente cancelados.

Se dirigieron a Cuzco.
Los entendidos aseguran, con razón, que en el culmen de el delirio de persecución, igual que el pajarillo hipnotizado por la serpiente, se entrega el delirante, por fin, al abrazo mortal del que tanto ha huído. En Cuzco está la casa de Lope de Aguirre, a quien apodan `la cólera de Dios´.

El día que Francisco Esquivel, fue encontrado por su esposa Rosario, cosido a puñaladas sentado al escritorio, en su propia casa de Cuzco; cumplíanse tres años y cuatro meses de que el azote número doscientos, caía sobre la espalda de aquél hombrecillo bajito y enjuto en Potosí. Circuló por todo Perú, un bando real con precio a la cabeza de Lope de Aguirre.
Los viajeros que bajaban ese día por el rumbo de Charcas, dijeron haber visto un hombrecillo bajito y enjuto, caminando hacia el cerro del Cóndor, donde se refugian los renegados huídos de la justicia. Llevaba en sus manos crispadas, el estandarte negro de los enemigos del rey.

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