martes, 21 de abril de 2009

Atletas

En aquel tiempo que el oráculo aconsejó a los hombres festejar a Zeus de tal manera, los más diestros de los jóvenes de la Hélade y de sus islas del mar mediterráneo, cada cuatro años acudían a la arena de Olimpia a batirse con denuedo únicamente motivados porque se ciñera, enmedio de un baño de multitudes, alrededor de sus sienes una rama de laurel en forma de diadema.

En una rama de laurel cuyo valor, puesta en el mercado, no alcanzaba para trocar por una hogaza de pan, estaba contenida toda la gloria, que para aquellos hombres que hablaban la lengua de Homero, podía merecer el más fuerte, el más hábil, el más veloz, el más ilustre de los atletas (aquellos juegos olímpicos incluían la poesía; la justa debía de ser además, poética).

Y cuáles eran entonces los réditos que la gloria deparaba a aquellos heróicos contendientes del deporte y la poesía…?
A lo mejor no había mejor rédito que una jarra de vino colmada por manos de amigos y admiradores, en los ditirambos, o en los aquelarres durante la vendimia, aunque no hubiese dinero en la faltriquera. O quizá el único rédito de ser recibido con alegría en cualquier casa del vecindario; el de las miradas ansiosas de las jóvenes casaderas; o el de la sana envidia de los gañanes del barrio.

Parte de la gloria de los atletas laureados era el deseo de maestros por incluírlos como discipulos de sus academias; o el deseo de los generales de incorporarlos dentro de sus tropas más audaces.

Pero aquel dios, hijo de Rhea y Cronos que solazaba bebiendo vino rojo ante el denuedo de aquellos deportistas y poetas en la arena de Olimpia, por la conquista de tan sólo una simple diadema de hojas y flores sobre la cabeza, fue vencido un aciago día por el emperador romano Teodosio, mensajero de otro dios aún más poderoso, al que aquellas competencias le parecieron ociosas, paganas, y a las cuales puso fin.

Siglos más tarde cuando el dios vencedor de Zeus cedió ante la insistencia de los hombres por encender de nuevo la llama olímpica, retó entonces a los atletas no ya a competir por una simple rama de laurel, sino por el oro, porque el oro encierra en él la gloria, y además la riqueza material. En retributo, los atletas, desde ese entonces, fueron obligados a entregar parte de su propia gloria a los gobernantes de los países que había hecho posible la reedición de unos juegos huérfanos de Zeus. Diose así forma a una nueva, pero inauténtica Olimpia.

Bajo las nuevas condiciones, los gobernantes se dieron a comprar atletas de igual manera que se compra ganado en un tiangue.

En aquel tiempo era impensable a los hombres competir por la gloria de una tierra ajena a la propia que le vio nacer. En cualquier lugar que un dorio se llenara de laureles, esta gloria sería para Esparta y no de otro modo. De la misma manera que sería impensable que un ateniense compitiera para la gloria de Mileto, un tebano por la gloria de Corinto, o que un apolónico lo hiciera por la gloria de Efeso.

Bajo la égida del dios vencedor de Zeus, sin embargo, muchos atletas se volvieron mercenarios competidores por la gloria de el, para cada quien, mejor postor.

A partir de entonces cada zancada, cada brazada cada lanzamiento, cada salto, cada atlético performance en el marco de los juegos en honor a un falso Zeus, se tasó en millones de dólares. Los atletas se dieron a competir, no con otro fin, sino con el de volverse económicamente poderosos; las drogas esteroideas y anabolizantes se posesionaron como el verdadero poder detrás de el podio de los vencedores, y la poesía se expulsó de la arena olímpica, acaso, de una vez y para siempre!

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