jueves, 5 de febrero de 2009

De el golpe suicida


Necesario diferenciar suicidas terroristas de los héroes auténticos.

La mística del combatiente suicida es antiquísima respecto del Islam y muy distante geográficamente de los orígenes de la doctrina mahometana. En la era post diluviana, las huestes de las naciones que volvieron a poblar la tierra, tenían como natural entregar la vida a fin de completar la misión encomendada. No había alternativa. El incumplimiento de la misión se pagaba con la vida. El arma más letal de los ejércitos de las naciones que se extendían por el mundo en esa época, desde las estribaciones de los Himalaya hasta la Abisinia, por el sur, y hasta el Río Amarillo por el rumbo este, eran las unidades de combatientes suicidas.

Las tribus dispersadas por el diluvio, que atravezaron más allá de los límites de la Mongolia y Kola; que pasaron al otro lado del mundo por el puente de hielo, y siguieron hacia el sur hasta ubicarse en línea recta del valle del Anahuac. Presintiendo la cercanía de la profesía, despertaron de su recóndito subconsciente el impulso suicida del combate, para que pudiera proveerse de manera suficiente el ímpetu de Huitzilopotchtli, insaciable devorador de corazones humanos, único capaz de conducirlos a la tierra prometida.

La huella del golpe suicida se descubre no sólo a lo largo de la historia de las naciones asiáticas y musulmanas, sino además en el mismo corazón de la cultura occidental: El rey David, arrebatadoramente prendado de la bella Betsabé, manda prender al capitán Urías, marido de la moza, destacado a la sazón en el frente filisteo, ordena el rey al comandante general, que lleve a cabo la emasculación ritual en la persona del capitán que tiene fama de valiente, y lo ponga al frente luego, del comando a cuyo cargo corre la misión principal frente el enemigo. Así se hace y en consecuencia, el rey David, desposa a la furiosamente deseada Betsabé.

Al arribar al largo período de paz prometido en las tablas antiguas de caracteres sánscritos, los temibles pelotones de combatientes élite de la nación Shik, sin evitar un solo ápice su mística suicida, pasaron a jugar el papel de custodios del templo dorado enclavado al centro del territorio Punjab, cuyas cúpulas son de oro; legado que conservan hasta el día de hoy los actuales guardianes del templo y que se transmite intacto de generación en generación hasta la consumación de los siglos.

Talvez si no el más celebrado, ha sido el más conocido, maestro supremo de comandos suicidas, el viejo Hassan as- Habbas, que murió apaciblemente en el año 1124 en el fuerte Alamut, "el nido de las águilas", enclavado en riscos inaccecibles de la cordillera Elburz.
Atacaban, los comandos del Alamut, sólo a personalidades decisivas, pues su método era cambiar el rumbo de la historia a golpes de puñal. Sabían que posteriormente al golpe dado no había escapatoria posible, por ello, despreciaban el alfange, se defendían del contraataque masivo con la misma daga con que habían asesinado, y caían, abatidos, con un mantram de obediencia en los labios, y una idea sublime en el pensamiento que les conduciría al regazo desnudo y tibio de las vírgenes uríes, las que esperan a los mártires sacrificados, en el paraíso. De ese modo desarticularon la ola selyúcida que amenazaba el chiismo que adoptó Persia, cuando se agotó la doctrina de Zoroastro. Dieron origen a una palabra castellana: "asesino"; "Hassanssin", los enviados de Hassan. Impusieron su régimen de terror de Edessa a Damasco. Al sultán, al jeque, al visir, al imam, al hombre de la calle, tenían los Hassansinn acobardados, hasta que por la misma psicosis que generaron, una insurrección popular les barrió de la faz de la tierra. La insurección popular es el arma más eficaz y antigua contra toda suerte de tiranía; por eso un profeta judeo alemán le llamó motor, y partera de la historia..

Hay una manifestación pasiva del soldado suicida, como cuando los restos de la diesmada oficialidad samurai del regimiento Kio Sumo, quienes no pudiendo evitar el desembarco de los traidores que se habían avenido a la doctrina de los rubios extranjeros que violentaban la sagrada paz del Fujiyama, fueron conminados al harakiri, para que pudiera ser limpiada la hasta entonces impoluta gloria del Gran Shogún.
Cuatrocientos años más tarde, lo que fue presagio de lo que habría de ser la guerra tecnológica del siglo XXI, incluyó un capítulo de interminables oleadas de pilotos kamikases que se inmolaban sobre sus blancos en Pearl Harbor.

Existe un lado humanista, positivo del desapego a la propia vida por parte de un combatiente, como similarmente existe en el héroe civil que salva vidas a costa de su propia existencia, si es que al combatiente le anima una causa justa. Así como surgieron los milicianos antitanques en Vietnam: eran a la vez labradores y combatientes que impotentes ante las rugientes máquinas de guerra que devastaban los arrozales, colocaban y hacían estallar sobre los lomos de esos monstruos de acero, las cargas antitanques atracándolas con su propio cuerpo, única forma que las máquinas de muerte detenían aquella inaudita potencia destructiva.

A este grupo pertenece el legendario soldado costarricense a quien Centroamérica vive por siempre agradecida: Juan Santamaría, se ofreció voluntariamente para hacerse volar junto con el polvorín de las huestes de Wiliam Walker, lo que significó el principio del fin del filibustero que en ciertas ocasiones enarbolaba la bandera de las barras y las estrellas y en otras la de la que fue confederación de los estados del sur, en la cúspide de una de las atalayas de su cuartel general, en suelo nicaragüense.

En determinados círculos intelectuales se ha insistido en reafirmar que a ese mismo grupo pertenece Rigoberto López Pérez, verdugo de tiranos. El día señalado por este bohemio nicaragüense hacedor de versos y tejedor de sueños (miraba a su patria macilenta, esclavizada y la soñaba libre y feliz), según el plan por él mimo elaborado, a solas con su propia conciencia, se levantó muy de mañana a la primera llamada del gallo, se allegó a las orillas del Xiloa para bautizarse definitivamente, tomó sus alimentos como de costumbre, elaboró unos cuantos versos cotidianos, intrascendentes; se tomó el tiempo para explicar con palabras sencillas a su madre cuanto la amaba y para escribir un par de cartas de amor, porque tales hombres son de amores innumerables, hasta que llegó la tarde y comenzó el baile en el palacio del tirano; se apersonó Rigoberto haciendo uso de la invitación que se había agenciado y cuando el matador de Augusto Cesar Sandino estuvo a su alcance, le perforó el pecho con las descargas de su revolver, al mismo tiempo que los guardaespaldas del cacique descargaban sus armas sobre el que era a la vez poeta y combatiente suicida.

Siempre acostumbro discutir la temática del texto escrito con personas idóneas, por lo me allegué hasta Roberto Martinez quien fué raso en el batallón "Ronald Reagan" durante la guerra civil de El Salvador, y me confesó:
-Creo haber visto el germen del soldado suicida en el caso del soldado Concho Machuca, -me dijo- Machuca, por su condición de escuadronero se jactaba de tratar de tú a tú con el teniente Molina, que comandaba la compañía nuestra que esa tarde bajaba por el cause del Río Gualcho después de un día de intermitentes escaramuzas con el enemigo. Estábamos agotados, hambrientos y una lluvia pertinaz nos calaba hasta los huezos. Llegamos al pié del cerro "El Jícaro" por el lado en que se levanta como una abrupta pendiente de poco más de quinientos metros en un ángulo de cincuenta grados. -Permiso mi teniente! -dijo Machuca- le sugiero que acampemos en este lugar donde estamos y subamos a la altura mañana por la mañana. El teniente Molina le miró de reojo, éste sabía que los insurgentes que comandaba Lorenzo Márquez se movían al oriente, y que Camilo Turcios había cruzado la Carretera Panamericana hacia el norte, posecionándose del vértice Gualcho - Lempa; por lo que desatendiendo la recomendación de Machuca ordenó la ascención hacia la cúspide del cerro. La tropa estaba extenuada, pero obedeció preparándose para la penosa marcha. Machuca, sin levantarse del lugar en que descansaba recostado sobre su mochila y con el fusil sobre las piernas, elevó la voz para decir: -Escuche teniente! Si nos obliga a subir este maldito cerro ahora mismo, soy capaz de pegarme un tiro! El teniente Molina, acostumbrado a aquellas bravuconadas no le prestó mayor atención. Cuando la vanguardia encolumnada enrumbó de lleno sobre la falda del Jícaro, se oyó un solo disparo, sordo y seco, entre las sombras porque la tarde había entrado de lleno. Machuca yacía sobre el suelo mojado por la lluvia, con la cabeza destrozada. -Qué hacemos mi teniente? Ordene! -dijo el cabo del pelotón de retaguardia. -Quítenle el equipo y la mochila y déjenlo allí que se lo coman los perros! -contestó el teniente sin detener la marcha.

Más tarde, para evitar un solo ángulo de opinión, consulté a Bejamín Macias, quien cuando terminó la guerra civil tenía solo dieciocho años, pero presumía de conocer a profundidad las costumbres de lo que fue el ejército insurgente, pues él mismo era hijo de guerrillero nacido en zona guerrillera. -Nó! -me dijo- en el frente guerrillero no existió nunca la mística suicida; allí lo que existió fue la vergüenza combativa; la decisión de no retroceder ante el embate enemigo hasta ver coronada la misión encomendada; o en la acción defensiva, el coraje de cumplir hasta las últimas consecuencias con la consigna: No pasarán!

1 comentario:

  1. Que ondas Varon Salvatrucha, cuando leo tus pensamientos me recuerdo de mí teruño querido, y mas que nada pienso en mis amigos que se encuentran en el otro lado!

    Siempre me ha gustado como describis tus pensamientos!

    R.V.

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