miércoles, 25 de febrero de 2009

Motivos de Indalesio

Hay sueños que llegan a realizarse en momentos de los menos oportunos. Cuando la nave de Aeroflot se detuvo al final de la pista del aeropuerto de Moscú, el de Indalesio se realizaba. Sin embargo, había en ese sueño, algo fuera de tono. Los moscovitas se mostraban agitados. Rumoraban que el presidente Gorbachov estaba secuestrado en una dacha del Mar Negro. Un par de meses más tarde, notificado de la suspensión de la beca concedida, y no habiendo tenido oportunidad de conocer mayor cosa de lo que a él seguía siendo epicentro de la revolución mundial, sedujo a Indalesio la idea de quedarse a vivir en Rusia. Se lo impidieron los brotes de racismo que sucedieron a la debacle del `socialismo real´. Se trasladó a Suecia, de donde el desempleo lo obligó a cruzar el Atlántico, de nuevo, en sentido contrario .

De su experiencia en Suecia, pude recoger lo conversado por Indalesio, en un encuentro casual, y que consigno aquí por interesante.

El caso es que estando como estaba yo, en proceso de cicatrización de las heridas –dijo–, esa compañera me hizo recordar que en la guerra, las enzimas digestivas mutaron en mí hasta desarrollar la capacidad de digerir monturas para caballos. Coincidí por primera vez con Neshrin Hadiani en uno de esos encuentros de refugiados políticos, donde se discutían las razones del porqué el imperio tiene la desfachatez de atacar aldeas humildes de labriegos con mortíferas armas de exterminio en masa, para hacer predominar intereses a todas luces mezquinos, y el porqué de su política de genocidio, tierra quemada y víctimas colaterales.

Atrapado en ese marco como mosca en telaraña, me negué rotundamente lo que mandaba imperiosamente mi subconciente: morder el primoroso dedo índice de Neshrin cuando con él me aleccionaba tan cerca de mis incisivos, acerca de las razones fundamentales por las que el comunismo debe ser entendido, enmarcado en el ángulo de la perspectiva trazada por Zoroastro. Ignoraba yo quién era Zoroastro. Tuvo ella que hacer un apartado sólo conmigo para instruírme lo concerniente a él.

La humanidad de Neshrin Hadiani, decía mi subconciente, seguramente está hecha de una sustancia nutritiva, sabrosamente aromática y sus labios no sugieren carmín, sino almibar, y me estrujaba temerariamente contra su acolchonado pecho, cuando se daba cuenta de mi dificultad para acceder hasta los niveles de su intelectualidad sublime.

Cuando más convencido llegué a estar que al pellizcar un poco la piel de Neshrin, no iba a haber sangre, sino licor de chocolate, tuve que tomar voluntariamente unos días de retiro espiritual para covencerme de lo contrario.

Fue en este vacío, idiotamete provocado por mi propio proceder, que ella tomó la irrevocable decisión de comprometerse en casamiento con un oscuro antropólogo inglés, no obstante tan pálido como una ostia. Este le prometió excavar en puntos claves de la ruta que siguieron las huestes medas, hasta alcanzar la raíz donde germinó la estirpe de Darío el grande; porque era a la vez, el único camino, según ese antropólogo, por el que podría ella, eventualmente, incursionar al corazón mismo de su país, lo cual, decía Neshrin, necesitar urgentemente; consecuencia de la secreta labor que le ocupaba. Había que impedir a los clericales servicios de espionaje, descubriesen su verdadera identidad, y burlar de ese modo la muerte por lapidación, según la fatwa que pendía sobre su cabeza adorable.

Eso me permitió al final de infinidad de elucubraciones concientes y oníricas que surgieron en mí, durante las fiebres que seguidamente me acosaron, descubrir que aquella era la primera de una sucesión, al parecer infinita de muchas Neshrin, que he podido detectar; como si el mundo estuviera carente de nutrimentos, de sabrosura, de almibar y de suficientes razones humanísticas y filosóficas para llevar a cabo el impulso cósmico que Zoroastro, mucho antes que cualquier otro mortal identificara como revolución permanente. Valientes como las que más, ellas, apuestan la dignidad de la mujer en contra de una fatwa por lapidación.

No había duda que las conversaciones que tuvo Indalesio con Neshrin le habían aleccionado harto, sobre nuevas cosas. Se mostraba ahora, experto en asuntos del régimen clerical.
Pregunté, qué es una fatwa? –Es una sentencia dictada por un alto clérigo, con carácter judicial –me contestó escueto, pero con mucha seguridad.

Quise saber si es real la vigencia, en nuestros días de códigos prediluvianos. En ésto, Indalesio se mostró todo un experto y se explayó.

Extraordinariamente excepcional resulta que alguien de sexo masculino sea condenado a lapidación, ahí donde ejerce jurisdicción el prediluvio. Lo más corriente es que se aplique al sexo femenino.
Para evitar que las condenadas lleguen a manchar de sangre las inmáculas paredes del palacio de justicia, al que antes corrian despavoridas, entre súplicas inútiles; se toma hoy día la precaución de enterrarlas hasta la cintura para impedirles correr. La parte superior del cuerpo que sobresale de la superficie, se amortaja envolviéndoles firmemente el rostro con túnicas blancas. Antes se les ha amordazado para que la soldadezca o el populacho llamado a ejecutar sentencia, se vean impedidos de escuchar los desesperados gritos de las desgraciadas, y tampoco puedan ver el espanto reflejado en sus pupilas. De no tomarse tales precauciones, movería a cierta reflexión, ahí donde es la fe y no la reflexión, el principio de todo ser, de toda cosa; de toda autoridad gubernativa.

Adquirió Indalesio un tono solemne para concluír:

Como en las hogueras de la inquisición, las víctimas de lapidación, son ante todo mujeres bellas, inteligentes…, sensuales; porque la belleza, la inteligencia, la sensualidad en una mujer, adivinan la desnudez del rey, o lo desnudan. Por lo mismo, tales femeninos atributos, son capaces de trastocar grandes emperadores a reyezuelos de pacotilla, sin disparar un sólo tiro; sin derramar una sóla gota de sangre.

Acotemos –según Indalesio–, que la lapidación de la mujer en regiones remotas a la sensibilidad de la humanística, no es más abominable que el feminicidio cotidiano sucedido en nuestro propio patio, arropado con delicadeza bajo el eufemismo: "violencia de género".

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