lunes, 23 de febrero de 2009

Mujeres ante el mar

Hace una semana que Valentina Strodejtseva, Irina Shuvina, y Aljona Alexandrova, y medio centenar de mujeres más, están varadas sobre la inmensidad de la costa noreste, mirando hacia el mar, como estatuas hechas de carne y llanto. Les acompañan grupos de parientes que han venido desde tierra adentro, a consolarlas para que no les aflijan el viento tenaz, la borrasca, ni el vacío del abismo helado. Los acompañantes regresarán al continente cuando recomience la jornada laboral, pero las mujeres quedarán allí, probablemente para siempre. Más allá no hay más que aguas heladas, hielos perpetuos, extrañas criaturas ojos de glauca transparencia, y la radiación que emana la basura nuclear que han depositado allí las potencias industriales. Es el reino de Aquilón que gobierna el frío y la soledad inextinguibles, y allí en el fondo oscuro de las aguas frías, retiene y devora a una tripulación entera de marinos, el dios de los abismos polares. Uno a uno les llama a su presencia, otras veces en grupos, y les arranca la vida de un tajo o les aprisiona entre sus puños, y les tritura lentamente de modo que el aliento se les vaya apagando paulatinamente hasta la extinción. Mientras tanto, otros aguardan su turno inexorable.
Se agotan las energías, baja hacia más allá del cero el marcador de la temperatura. Han cesado de teclear sus telégrafos, de lanzar su grito de ”auxilio” golpeando las metálicas paredes que se han vuelto su cámara mortuoria. Las mujeres, que son piadosas, tratan de llevar la cuenta de sus letanías, con rosarios de lágrimas, porque no hay rosarios a la mano, están solas en sus plegarias, no les acompaña el pope, porque hasta regiones tan abruptas y faltas de comodidades, no puede llegar el brazo santo de la iglesia. Tampoco les acompaña el presidente. Ha reconocido que en lugar de ser útil, podría mas bien estorbar. Entre la limitada multitud que aguarda avistando el mar, esperando señales, está un viejo capitán retirado. Igor Fjodorovich.
Fjodorovich enciende, por enésima vez, su pipa, y mientras aspira y bota espesas volutas de humo, piensa para sus adentros: ”Hace menos de diez años, los marineros, al igual que los cosmonautas, sabiendo que cada misión podría ser la última, se hacían a la mar, o al cosmos, aperándose la mente de una bandera roja, una estrella luminosa y del rostro de un hombre al que atribuían un espíritu invencible, y le eregían como padre de esta patria inmensa.

Llevaban esos etéreos aperos de la mente, como ingenua chispa para encender la luz en cualquier oscuridad amenazante, o en último caso para ser conscientes de entregar la vida a la causa de un programa concreto que asegurase el pan en las mesas de los pobres. Mas hoy... -suspiró Fjodorovich- como los marineros, los cosmonautas marchan a sus misiones abrumados por la duda, con el espíritu ensombrecido de saber a los habitantes de su país, devorados por la ignominia, de la misma manera como los escualos devoran a los habitantes del océano. Insaciables como los agujeros negros del profundo cosmos que depredan hasta la luz, para imponer el reino de las tinieblas absolutas”.

Para consolar a los deudos, los altos mandos preparan otra charla más en donde explicarán, que según los algoritmos de los expertos, en ese interior hay todavía oxígeno, alimentos y comodidades; aunque los detectores hayan dejado de percibir señales desde el interior de la nave de guerra subacuática que yace impotente sobre el fondo del mar. A pesar que los muchos corazones de la nave hayan dejado de latir, y que no haya ya esperanza alguna.

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