miércoles, 15 de abril de 2009

Caso fortuito

Con lágrimas sobre ambas mejías vio Giácomo de espaldas a su padre perdiéndose a lo largo del pasillo que de las celdas del pabellón número uno conduce a la salida del cuartel de policía. Le atrapa la ansiedad siempre que se separan; y sin embargo el llanto era un error de la mente. Inmediatamente sacó un pañuelo y se secó las lágrimas –Que vergüenza si él me viera llorando! –reparó.

El pabellón uno aloja a los detenidos de casos muy graves. Ahí no se permiten visitas familiares, pero su padre es influyente.
En esa conversación, tuvo Giácomo la sensación que aún en la cárcel, se es capaz de tener el mundo en las manos. Tal la seguridad que su progenitor le transmite; no solo ahí, sino siempre.

Para las chicas Giácomo es un italianito, alto, blanco, poseedor del perfil de un dios romano y la musculatura de un gladiador. Experto en artes marciales, en armas de todo tipo y técnicas de comando; mas cuando las circunstancias lo separan mucho tiempo de su padre, le invade cierta invalidez y horfandad.

Los noticieros de la sección judicial sugirieron que lo menos que podría pasar entre rejas eran quince o veinte años. Su padre dijo: –Estúpidos! Si todo marcha como debiere, ni siquiera llegarás a juicio!

Si él lo decía, no había duda. Así tendría que ser!

Solo, de nuevo, sobre esa seguridad paterna le vino la nostalgia del tiempo aquél, relativamente lejano, de la mano de papá, persiguiendo y destruyendo canallas en la pantalla de la consola de video. Recordó la primera pistola que éste le compró. No era un arma de fuego propiamente, sino de aire comprimido; solamente para intimidar a los bribones que en la escuela le acosaban. –Y si llego a matar alguno? –había preguntado–. Matálo! Yo lo pago! –contestó con tajancia el autor de sus días. Enternecido volvió a llorar, pero al recuerdo paterno, volvió a secarse las lágrimas.
Ni siquiera Zulma, su novia, le daba nunca la tranquilidad que su padre le transmitía; así que no la echó mucho de menos cuando éste, durante la visita dijo que ella pretextó no se que cosa, para no acompañarlo.

El Chino Choi (en realidad coreano), su maestro de artes marciales y técnicas comando, repetía a sus alumnos: –hay que meditar el error y su contexto, en absoluto silencio, para evitar volver a cometerlo.

En la soledad de la celda, se colocó en posición de flor de loto y volvió a repasar mentalmente lo acontecido.

”En ese momento mi objetivo era Zulma. Zulma me enardece, no porque la ame demasiado, sino porque menosprecia mis cualidades. No se inmuta lo mínimo cuando le digo que me entreno para ir, lejos de ella, a Irak. A exponer la vida. A combatir el terrorismo…? A ganar buen sueldo…? Qué se yó! A ser yó! A poner en práctica todo lo que he entrenado! A probarme si soy o no soy! A demostrar que soy capaz de ir mucho más allá de la agencia de seguridad de mi padre…
Desde luego que no me dirigía a mi objetivo (Zulma), a matar. No soy un asesino. Sólo quería asustarla. Que comprobara ella misma lo que es mi alta preparación combativa. Revisé el patrón de la pistola. Estaba completo. Quité el seguro y alcé el martillo. El método operativo requiere tomar contacto con el objetivo. Tomé el celular con la mano izquierda, el volante con la mano derecha y pisé el acelerador.
Causa de cierto efecto óptico de los anabolizantes, el teclado del celular resulta inadecuado para mi enfoque visual. Tampoco necesito anteojos. No hay nada más ridículo que un combatiente con anteojos! Basta tender mi brazo todo lo largo y regular el flujo de luz a las pupilas para visualizarlo claramente. Con el brazo tendido, envuelvo el aparatito con los dedos en la palma de la mano, entrecierro los ojos y pulso las teclas con el pulgar. La operatividad combativa no consiste en que el procedimiento sea sencillo, sino en que sea eficaz. Todo lo hacía correctamente. La eficacia estaba de mi parte. El error estuvo en esa niña tonta que atravesaba la calle sin calcular la velocidad con que yo circulaba. Pisé el freno hasta el fondo a riesgo de volcar. Si la chica hubiese saltado ágilmente hacia adelante en vez de paralizarse! Porqué no saltó…? Qué se lo impidió…? En sentido contrario no circulaba algún otro vehículo!

No quise detenerme a ver lo que había ocurrido. No servía de nada. En tales casos es preferible que actúen los cuerpos de socorro. Un atropellado arriesga más la vida si se lleva al hospital en el inadecuado interior de un vehículo particular!

Además, yo necesitaba continuar hacia mi objetivo a toda costa. Si se abandona el objetivo focalizado, aún en el supuesto marco del entrenamientó, no se es combatiente.

A ese idiota que se dio a perseguirme, que en el semáforo logró bloquearme, me limité a obligarlo que visualizara el cañón de la Colt 45, de frente. Para asustarlo!
La Colt estaba sin seguro y amartillada. La masividad de la adrenalina en mi torrente sanguíneo, aceleró el pulso de mi dedo índice. No es culpa mía que el disparador de la Colt sea demasiado sensible! Yo no quería matarlo! Fue un caso fortuito”.

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