lunes, 6 de abril de 2009

Mayoría de edad

Per Erik vio alejarse el bus enmedio de la noche helada y sintió un golpe de angustia en pleno pecho. Y sin embargo, hizo un supremo esfuerzo por no desconcertarse y recobrar la serenidad. Quiso regresar a casa de Hans Åke, pero se lo impidió la vergüenza. Aunque bien abrigado, tiritó de frío. No había alternativa. Comenzó a caminar a casa.

El 28 de diciembre del 2008 cumplió diez años. Los años requeridos particularmente por él, para reclamar la mayoría de edad. El sábado 10 de enero se le presentó la oportunidad de comprobarlo.

Luego de cenar en casa de su amigo Hans Åke, en el barrio de Oxbacken, celebraron entre ellos, todavía, otra jornada de conversaciones y juegos. Se dedicaron a comprobar una vez más, capacidades y funciones de sus respectivos teléfonos móviles. A las siete y media de la tarde, recibió la llamada de su madre: hora de volver a casa. Per Erik, sin embargo, quiso esperar a que dieran las nueve. Sería la prueba de fuego. Las nueve de la noche es la hora en que cogen llave automáticamente las puertas de los edificios de apartamentos; la hora en que sólo los mayores deberían permanecer afuera. El no vivía en un edificio de apartamentos, pero esa hora era buen punto de referencia. A unos cuantos grados bajo cero, la prueba habría de ser más fidedigna. Haría alarde de ello en la escuela.
Sin que su amigo notara, contaba los minutos. Poco después que el reloj marcara las nueve, echó Per Erik su movil a la bolsa de la chaqueta, chequeó las llaves de su casa, se despidió de su amigo y salió a la calle hacia la parada de la línea de buses que hacen su recorrido desde el centro de la ciudad hasta Bäckby Norra, su barrio. De Oxbacken a Bäckby Norra, bien puede haber media milla de distancia.
Eso de preparar con demasiado tiempo de anticipación el móvil, para que aparezca la imagen del tickete de bus en la pequeña pantalla, es cosa de chiquillos. Se limitaba a repasar el orden en que se pulsan las teclas, mentalmente. Lo que hace un adulto es echar mano al móvil en el mismo instante en que aparece el autobús, entonces teclea ágilmente en el orden debido, hasta que aparece en la pantalla el tickete figurado, y luego se muestra hasta cierto punto, con desdén, al conductor del autobús; y asunto concluido.

Esa noche la suerte no estaba con él, precisamente. Quiso correr, para economizar tiempo, o quizá porque todo ser humano, normalmente se acongoja ante la noche. Pisó un tramo de hielo sin arenilla y cayó sobre el piso helado estrepitosamente. Se levantó. Hizo caso omiso al dolor de las magulladuras y retomó la marcha a paso impetuoso. A poco, a la altura de Kronvägen, advirtió una silueta conocida: un perro de ataque que corría hacia él, en silencio pero amenazante. Peor sería correr. Quedó de piedra. Un hombre gritó una orden en la sombra. El perro se detuvo y volvió mansamente hacia el hombre. Completamente asustado, Per Erik reanudó la marcha.

Cuando cruzaba la calle de entrada a Ringduvegatan, un auto salía desconsideradamente veloz. Ante la menuda sombra del chico frenó escandalosamente sobre el resbaladizo asfalto hasta dar un medio giro sobre si mismo. El sobresalto de Per Erik fue el inicio de una nueva carrera. Avistó las luces de Råby Centrum y se sintió aliviado. Probablemente estaba a medio camino. Tomó el atajo de Fredriksberg. De Tornsvalegatan venía saliendo un ruidoso grupo de jóvenes, fanáticos celebrantes del sábado. Un envase vacío de cerveza, vino hacerse añicos casi a sus pies. Bajó corriendo la cuesta del sendero de bicicletas. En la oscuridad, dos chicos competían en sus montañeras. Justo en el cruce se toparon con él. Uno de ellos frenó aparatosamente. El otro logró sortearlo a escasos centímetros y siguió de largo, a toda velocidad, la cabeza vuelta atrás para gritarle: –Jävla idiooot…!!!
Alcanzó Per Erik la zona industrial y caminó de prisa. Sabía que superada la zona industrial, abordaría Puddelugnsgatan. Al final de Puddelugnsgatan, Bäcby Centrum, y después, casa!

Tenía la alternativa de tomar el atajo de Svenska Kyrkan, que es más oscuro. Sin embargo a lo lejos, Bäckby Centrum parecía tranquilo y más iluminado. Se decidió por esta ruta. Al instante de pasar por la pequeña fuente, dio un salto nervioso al rugido de dos beodos que bebían algo. Confundidos en la oscuridad discutían acaloradamente y despotricaban a grandes voces. Siguió de largo. Alcanzó Välljärnsgatan y quedó frente a su barrio. Entonces corrió como desesperado hacia su casa. Abrió la puerta. Entró raudo. Sus padres quisieron requerirlo por haber tardado tanto, y por no contestar el teléfono. Per Erik no quiso hablar con nadie. Fue directo a su cuarto y se encerró con llave.

En su pequeña alma no había odio, ni rencor. No podía haberlos. Para bien o para mal, a esa edad el odio y el rencor aún no se han permitido la germinación. Sólo había quizás en Per Erik, cierto miedo. Desconcierto, talvez, ante la naturaleza de la sociedad y de la calle.

En la parada, habiendo visto llegar el autobus, había tomado el movil, tecleado correctamente y mostrado orgullosamente la pantalla al conductor.

Abundan adultos que por razones perfectamente explicables se sienten esclavizados en su trabajo. Viven rumiando un odio feroz, no a las circunstancias que les esclavizan, sino, a ciegas, talvez a la sociedad o a su propio pasado. Odiar a la sociedad es odiarse a si mismo; odiar el pasado es odiar la niñez propia.

El móvil de Per Erik se descargaba. El tickete de autobús no se veía con toda claridad en la pequeña pantalla. El conductor puso cara de perro, le miró con odio y le ordenó abandonar el bus. Las veintiuna y treinta horas. Varios grados bajo cero. Era la noche nórdica, brutalmente impenetrable. Un viento helado bajaba silbando desde el septentrión.
Era también la aventura de Per Erik en su privativa edad como mayor.

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