martes, 10 de noviembre de 2009

Regresos

I

Krister Ljunggren ama al Ecuador. Ha vivido mucho tiempo en ese país. Cada vez que puede viaja allí, y se dedica a convivir entre los nativos, los niños de la calle, y tiende hacia ellos su mano solidaria. Su experiencia le llevó a escribir un libro en idioma sueco: ”Bland indianerna och gatubarn” (entre los indios y niños de la calle). En su aventura, han habido mujeres anhelantes de un encuentro íntimo con el extranjero, con el propósito de procrear hijos de ojos verdes; los críos de esas mujeres aprueban ese anhelo para poder tener hermanos ojiverdes. Cuando el extranjero se va del Ecuador por la misma ruta que llegó, promete siempre regresar, y cada vez, al retornar de nuevo, los indígenas le reciben con grandes muestras de alegría.

II

La posibilidad que Erik el Rojo no haya sido el único vikingo que alcanzó las costas del continente hoy llamado América, antes de Cristóforo Columbus, es perfectamente admisible. Hay por lo menos tres vestigios de la llegada de extranjeros remotos y extraños, en códices pictográficos, en monolitos esculpidos y aún en tradiciones orales de la tradición.

Y talvez sea el más antiguo de estos acontecimientos, desde muchos puntos de vista por demás, incontrovertible, el que dio origen al culto a Quetzaltcoatl, centurias antes del nacimiento de Erik el Rojo.

Se dio el extraño caso de un hombre aparecido en una playa, tierras costeras de la región yucateca. La evidencia demostraba que venía del mar, aunque no se veía una nave con él, y estaba completamente sólo. Todas las probabilidades apuntaban al resultado de un naufragio.

Los hombres yucatecos no conocían la navegación de gran calado, ni la existencia de otros pueblos allende las islas Caribes.

Para los pescadores que encontraron al náufrago no había modo de conocer la verdad. Se vieron imposibilitados de entender la manera y el contenido de lo que el extranjero explicaba; a la vez que éste no tenía posibilidad alguna de entender lo que los hombres lugareños le preguntaban.
Dada la indescifrabilidad del extranjero, fue inevitable recurrir al gran chamán, para entender a ciencia cierta, cual era la identidad de aquel extraño llegado del mar.

Abrió el chamán su morral, echó mano al peyote sagrado, lo elevó con ambas manos hacia el cielo, y luego se lo llevó a la boca. Pocos segundos después entraba por la puerta del Panteón y se dirigió al congreso de los dioses para preguntar a ellos, quién era en realidad aquel hombre aparecido.

Alcanzado el punto culminante de su trance, concentró el brujo su mirada en las pupilas del náufrago. Esas pupilas reflectaban las aguas del mar, con la tonalidad de las esmeraldas.

Estalló en mil pedazos la psiquis del chamán y se vio presa de estertores propios de un ataque de epilepsia. –Es la serpiente con plumas de Quetzal! –dijo antes de caer al suelo enmedio de violentas convulsiones–. Viene a vencer a Tezcatlipoca! –agregó devanándose en el suelo.
Mostraba los ojos en blanco, como si las pupilas estuviesen dirigidas hacia el interior de sus cuencas. Decúbito ventral, en el suelo, apoyándose en la cabeza, las puntas de los pies, los brazos y las manos, hacía un arco con el cuerpo hasta quedar desfallecido.
Al cabo de cierto rato, paulatinamente, fue calmándose el ánimo del chamán. El aturdimiento y la embriaguez dibujaban las líneas de su cara. Caminó hacia su choza, con la vista puesta en el suelo, se tendió cuan largo era sobre su petatl. Durmió profundamente y soñó. Soñó con el conflicto entre el Serpiente con Plumas de Quetzal y Tezcatlipoca. Era un combate interminable. Habían lances ganados por Quetzalcoatl; habían otros que ganaba Tezcatlipoca. Otras veces quedaban empatados; mas sin embargo, en lo que vendría a ser la victoria final, se imponía Tezcatlipoca, señor de Mictlán (el mundo de los muertos), y de la destrucción.

Sucedió del siguiente modo la batalla final. Creció Omexóchitl (flor del amanecer), hija de Quetzalcoatl, como un flor de extraña belleza. Ojos verdes como su padre, pelo color del castaño, piel color de oro viejo.

En el trato, se interpone cierta inevitable sensualidad entre un padre y sus hijas. El Serpiente con Plumas de Quetzal no era la excepción. Tezcatlipoca observaba desde las sombras el mutuo trato que existía entre Omexóchitl y Quetzalcoatl; y conspiraba.

En la inevitable labor educativa, padre e hija acostumbraban hablar largamente y a solas en el interior del palacio del rey y dios. Provocó entonces Tezcatlipoca, valiéndose de pases mágicos, que surgiera entre ellos una pasión tan poderosa, que les empujó hasta los humbrales mismos del acto carnal.
Consumado el acto, resonó la poderosa voz de Tezcatlipoca, riendo a carcajadas, en la cabeza del Serpiente con Plumas de Quetzal.

Cada vez que Tezcatlipoca reía, Quetzalcoatl se tomaba la cabeza con ambas manos, porque la sentía estallar.
Cada hora que pasaba, el señor de Mictlán reía cada vez más alto, hasta que, completamente fuera de sí, desesperado, Quetzalcoatl se lanzó al mar por el mismo rumbo por donde había llegado, no sin antes prometer que regesaría, purificado. Aquellos súbditos no dejaron nunca de esperar su retorno.

Es verosimil la posibilidad que el Serpiente con Plumas de Quetzal, no hubiese sido el jefe de la supuesta tripulación de la que formaba parte, y que no fuese lo suficientemente instruido, como para haber transmitido un idioma escrito a sus salvadores; o empeñarse en el intento de construir una nave, con la ayuda de los hombres autóctonos que al poco transcurrir del tiempo, luego de estos acontecimiento, le erigieron en rey. Despues le adoraron como dios. Y como rey y dios, tuvo muchos nombres.

Tloke Nahuake, señor del principio y el fin; Nahualpiltzintli, príncipe de los nahuales; Ipalnemoani, el que nos insufla vida; Moyocoyani, el que se crea a sí mismo.

Una suerte de amanuenses, grababan en piedras y pintaban en cortezas de amatl, los glifos con que captaban sus enseñanzas; las leyes que dictaminaba, entre muchas otras, la prohibición del incesto, costumbre que predominaba entre las clases gobernantes de aquellas gentes.

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